Negociar y, desde luego, renegociar es todo un arte, que solo, únicamente, tiene la postura genuina cuando en verdad se tiene el ánimo de hacerlo; eso es lo que pasa y pasó en el caso colombiano. Miren ustedes. Repasemos, pues no debe faltar la constancia de la ocurrencia: en desarrollo de facultades propias, el Presidente de la República y, en compromiso de inicio de negociación con la subversión, con las Farc-EP, puso el tamiz de la refrendación popular de lo acordado; ello, por supuesto, era políticamente necesario y, desde la arista jurídica, también lo era en cuanto a la puesta en escena de la democracia participativa que irradia nuestra Constitución Política, la del 91; generosidad u oportunidad presidencial que ha de ser bien entendida, es decir, con buen propósito. Aceptémoslo. No obstante, cuando popularmente gana el No, no solo se topó con una sorpresa, sino que a renglón seguido se satanizó, por razones diversas, entre otras, la más lamentable que fue el hecho posible de basarse el resultado en una propaganda negra y, en mentiras, en exageraciones; y así, se volvió a arrojar al infierno a quienes pensaban diferente; pero, eso sí, invitando al diálogo, tildado de propositivo, con el ganador -hay que decirlo, que bajo los mismos expedientes de mentiras y exageraciones, el Sí produjo su argumentación- y, de esa manera, los del No, que también quieren la paz, sin duda, avanzaron confiados en el diálogo. Qué bueno, se decía.
Propuestas muchas, de todo calibre, espesor y factibilidad. Así tenía que ser. Y, luego de intensas reuniones de muchas horas, se dijo que el Gobierno daría traslado a la “mesa” de La Habana.
Hasta allí: un jardín de rosas, aunque ha quedado la fundada duda de si el hecho de haber ganado el No, era suficiente para rechazar el Acuerdo y, de esa manera, quedar improbado el contenido producto de las conversaciones de La Habana pues, la verdad: el No ganó y, el intentar revivir el Sí, se verá en la historia como un acto de desobediencia a lo decidido o arbitrado por el pueblo. Pero, en fin, la política que es al día siguiente, dio por continuar los esfuerzos de paz, lo cual está bien, así incomode o ponga en peligro futuras decisiones estatales.
Así las cosas y para hacer el dibujo más claro, digamos que se reúnen varias personas a negociar una cosa, un bien, se ponen de acuerdo y, las vicisitudes (el referendo) lleva al destrate; se hacen esfuerzos para la feliz suerte del objeto del trato y, de buena fe cada escollo se va superando, con 100 propuestas, 99 de redacción y hasta de ortografía y, la una, la última sobre el objeto mismo; el conductor de las negociaciones afirma: el 99 % de las propuestas fueron aceptadas y el 1 % rechazado, preguntándose: ¿cómo es posible que no se acepte todo, si se concedió el 99 %? Y, resulta que el problema de fondo no estaba en las fallas de redacción y de ortografía, sino en ese uno, el 1 % que era nada menos y nada más que el objeto del trato.
El problema de fondo no estaba en las fallas
de redacción y de ortografía, sino en ese 1 %
que era nada menos y nada más que el objeto del trato
Tal cual. Eso fue lo que sucedió. Se aceptaron del 1000 %, el 99 % de lo presentado y, ¿lo de fondo en dónde quedó?, por ejemplo, ¿en dónde la articulación con la justicia ordinaria?, ¿en dónde la responsabilidad de mando que constituye compromiso internacional y que, bien contenido constituye garantía para las partes?, ¿en dónde la claridad absoluta de no convertirse en Acuerdo Especial, lo establecido en La Habana? Suficiente ilustración.
Por ello decimos que el renegociar es un arte, que solo, únicamente, encuentra la postura genuina cuando, en verdad, se tiene el ánimo de hacerlo. Y, qué pena, perdón, pero me pregunto si ¿el ánimo existió? ¿Se observa un tanto de altivez? Considero que se desaprovechó la única y feliz concitación a la unidad nacional en torno al fundante derecho a la paz. Tolerancia y prudencia, tenemos frente un debate para el futuro.