Durante los pasados días caí en cuenta de mi rotundo fracaso como elector: desde que tuve edad para hacerlo, jamás he votado por un candidato a presidente que haya ganado las elecciones.
En 1990, mientras era elegido César Gaviria, yo votaba por Antonio Navarro.
En el 94 depositaba de nuevo mi voto por Navarro en la primera vuelta y votaba en blanco en la segunda, mientras se elegía a Ernesto Samper.
En 1998 voté por Horacio Serpa y el Presidente fue Andrés Pastrana.
En el 2002 y 2006, los dos triunfos de Álvaro Uribe, mis votos fueron respectivamente para Lucho Garzón y Carlos Gaviria.
Y en el 2010 voté por Antanas Mockus mientras el país elegía a Juan Manuel Santos.
¡Toda un ave de mal agüero! ¡Un looser inveterado!
Sin embargo hay algo positivo en todo esto. En primera instancia la ausencia del peso de la complicidad que imagino deben sentir los electores conscientes (¡existen, aunque no me lo crean!) al evaluar a posteriori algunas de las canalladas cometidas por los candidatos que eligieron y, en segundo lugar, cierta tranquilidad para decir "se los dije".
Claro. Si hubieran sido elegidos algunos (o todos) los candidatos perdedores por los que voté, es posible que se hubieran engolosinado con el poder y hubiesen terminado desfigurando sus proyectos políticos. Eso suele suceder. Pero como ese supuesto no ocurrió, puedo sentarme a la distancia y levantarla palabra con tranquilidad contra los que sí fueron elegidos y convirtieron el país en sus feudos amañados. Y eso vale mucho.
Yo puedo decir que no elegí un gobierno como el de Samper, entronizado con dineros del narcotráfico. Puedo afirmar que mi voto no contribuyó con la impresentable entrega del Caguán a las Farc que protagonizó el pusilánime de Andrés Pastrana. Puedo decir con orgullo que mi voto en nada es responsable de los falsos positivos, Agro Ingreso Seguro, chuzadas ilegales, parapolítica o cualquiera de las otras tantas atrocidades desvergonzadas de los dos gobiernos de Álvaro Uribe.
No sé en qué momento se instaló la perversa creencia de que el escenario de las elecciones se parece a un hipódromo y que el objetivo es apostarle al caballo ganador.
Si miro en retrospectiva, estoy seguro de que si hubiera votado por Samper, Pastrana, Uribe o Santos, hoy me sentiría mucho menos tranquilo con mi consciencia de lo que estoy, por no decir profundamente avergonzado.
Esta columna se publicará un día después de las elecciones y estoy seguro de que habré depositado mi voto, de nuevo, por un candidato (o un candidata) diferente al ganador.
Y se que al final del día me habré ido a la cama descorazonado y desesperanzado.
Pero sé también que habré dormido tranquilo. Y eso no es poco.