No ha sido suficiente que el Gobierno haya catalogado la renuncia del hoy exembajador Urrutia como un acto caballeroso para tapar una nueva vergüenza nacional ocasionada por la naturaleza de nuestros diplomáticos, o mejor aún, por la forma como se maneja la diplomacia en Colombia. Solo cuando importantes medios de comunicación estadounidenses plantearon el escándalo donde se veía involucrado nuestro representante en ese país, el señor embajador Urrutia decidió presentar su renuncia. Mientras tanto, el Gobierno no se pronunció ni en público ni en privado, obviamente no le pidieron la renuncia, y el señor Urrutia trató de salirse por la tangente.
No es la primera vez que los representantes plenipotenciarios de un Presidente de la República se ven involucrados en problemas de esta naturaleza. Y la razón de fondo nace por la manera como se maneja nuestra representación en el exterior, no solo en este sino en muchos de nuestros gobiernos. El colmo de los colmos se dio precisamente en el período del presidente Uribe. En esa larga Administración, la situación era más grave porque los diplomáticos llegaban a los países donde nos iban a representar ya cargados de escándalos. Para los que hemos vivido en Chile y conocemos esa sociedad, resultó imperdonable el caso de Salvador Arana, hoy en la cárcel. Este fue solo uno de los hechos similares que hablan muy mal de la diplomacia colombiana. Los países se ofenden y consideran que los subestiman cuando mandan representantes cuestionados por la justicia colombiana o cuando nuestro embajador, por distinguido que sea, termina en medio de un escándalo nacional. Imagínense que pensarán de nosotros los gringos. Una república bananera, y nosotros aquí, dándonoslas de gran potencial mundial.
En el período 2006-2010 se dieron fuertes debates en la Comisión Segunda del Senado —que en esa época era "el basurero" a donde nos mandaban a los senadores novatos— sobre el amiguismo, la falta de criterio para nombrar a nuestros diplomáticos, sobre el error de despreciar a los funcionarios de carrera, y sobre todo, sobre la necesidad de quitarle la nómina al Palacio de Nariño. Nadie se opone a que se nombren algunos embajadores políticos, cuando esos cumplan los requisitos, pero no simplemente por ser "distinguidos" o amigos del presidente. Tampoco es válido ni aceptable el criterio usado por muchos de nuestros gobiernos de usar estos nombramientos como pago por servicios prestados. Eso lleva a casos conocidos, en donde los nombrados creen que se fueron de vacaciones o para que la señora compre todo lo que ha soñado sin impuestos.
Un país que cree que se está globalizando, que necesita que su imagen en el exterior sea respetada, no puede seguir manejando su representación en el exterior de esta manera tan folclórica. Nadie está pidiendo que de un día para otro nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores se convierta en otra Itamaratí, la Cancillería brasilera, pero sí que por lo menos se muestre una mayor valoración de nuestra representación diplomática y respeto por los países a donde van. Estados Unidos también nombra embajadores políticos, y algunos amigos del presidente de turno, que también la embarran, pero por lo menos les exigen que hablen el idioma local, aún en los Países Bajos donde aprender holandés no es nada fácil. Aquí, ni eso. Casos se han visto como en la China, donde en cierto momento el único que hablaba perfectamente el mandarín era el empleado de más bajo nivel de la Embajada.
Que este último episodio, la salida del embajador, además alegremente catalogado por nuestra canciller como algo que "no afecta la imagen de Colombia", no se siga repitiendo porque la verdad, es que sí afecta y mucho. Ahora que nadie —ni en Colombia ni en el resto del mundo—podrá ignorar los horrores que ha vivido este país, no le sumemos a esta triste realidad la vergüenza de tener una diplomacia, que con honrosas excepciones, se ve involucrada en graves escándalos.
E-mail [email protected]
www.cecilialopezcree.com
www.cecilialopez.com