Una tragedia que no tiene nombre

Una tragedia que no tiene nombre

Regresaban de cantarle a Dios. Eran 45 niños y otros siete adultos los que iban en un desvencijado automotor que por imprudencia de su conductor estalló en llamas dejando a 32 chiquitos sin vida.

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mayo 19, 2014
Una tragedia que no tiene nombre

Se encharcan los ojos. Hay un nudo en la garganta. Dan ganas de gritar y llorar hasta quedar sin aliento. Tan solo ver las fotos con vida, cuando eran felices, de los niños que murieron por la imprudencia de un infame, desbarata al corazón más frío del mundo. Cualquiera de esos 32 chiquitos habría podido ser uno de nuestros niños. Carolina, Michael, Andrea, Yerison, Dayana, Breiner, Lucas, Bladimir, Belkis, Surley, Selena, Claudia, Dana, Fernanda,  Keisi, Johan, Tahilin, Keiver, Yelena, Kenner, Luznay, Eylen, Luisa, Yesireth o Marina podría haber sido su hijo, su hermano, su primo, su sobrino, su nieto, su amiguito. Colombia está de luto y la pelea de dos políticos opaca los llantos que se escuchan desde ayer en toda Fundación (Magdalena).

Es probable que muy temprano en la mañana del pasado 18 de mayo, los hermanitos Yerison y Dayana Terraza Quintero, se hayan levantado con las ganas que cada ocho días los invadía de ir al culto de la iglesia cristiana a la cual los mandaban sus papás. Tal vez estaban alegres por ir a agradecerle a su Dios, por lo bonita de sus vidas o tan solo estaban felices por el recreo de encontrase con sus amiguitos de fin de semana. A Dayana quizá  su mamá le haya puesto el vestido rosado del domingo, le hubiese hecho un trenza y colgado un moño para que se viera más linda, como aparece en una foto aquella hermosa criatura de tan solo cuatro años de edad. Tal vez, su hermanito Yerisón, por ser mayor -tenía cinco añitos- haya protestado porque quería ponerse los tenis y no los zapatos de la escuela para visitar la iglesia Pentecostal Unida de Colombia, donde iba a reunirse con sus traviesos compañeritos a cantar, a escuchar historias de Jesucristo, a jugar, pero sobre todo: a ser feliz.

Estas mismas escenas se podrían haber vivido en la veintena de casas que aquella mañana alistaban a sus niños para subirlos al bus destartalado y venido a menos que los dejaba en los andenes del barrio Altamira. Cuentan que las pueriles víctimas cada mañana dominical se iban cantándole a Dios hasta llegar a la iglesia. Algunos se paraban de sus asientos, otros se le acomodaban a la niña de la que estaban tiernamente enamorados, recorrían los pasillos, saltaban, gritaban, jugaban, eran niños, eran pequeños. Todo indica que se sentían seguros en aquel bus supuestamente afiliado a la empresa de transportes Coficonortin y que no era de su incumbencia, ni más faltaba, que estos infantes y sus padres algún día le hubiesen preguntado a dicha empresa ¿qué experiencia tenía el chofer?, ¿en qué condiciones estaba el automotor y si tenía todos los papeles en regla?. Tan solo después de la nefasta tragedia se vino a saber lo impensable: el bus no tenía Seguro Obligatorio para Accidentes de Tránsito, no estaba afiliado a la empresa, ya venía sufriendo de fallas mecánicas y lo que es peor: el irresponsable conductor, Jaime Gutiérrez Pino, ni siquiera tenía licencia de conducción.

De regreso a casa, los 45 niños y sus acompañantes repitieron el rito de cada ocho días. Al subirse al bus se pelearon los primeros puestos, las amiguitas se querían sentar juntas, los niños más inquietos en la última banca para hacer travesuras y así… todos se acomodaron. El bus no arrancó por fallas mecánicas. El chofer le pidió a su ayudante que se bajara a solucionar el problema. Ya lo sabían, era de nuevo el combustible. Pero Pino, como nunca recibió una sola clase de conducción y mucho menos de primeros auxilios, jamás se le pasó por la cabeza tener la prevención de pedirle a los niños y a sus acompañantes que se bajaran del bus, mientras arreglaba el delicado problema.

Varias versiones han declarado que mientras el ayudante surtía artesanalmente de gasolina al oxidado bus, el chofer le dio por mover la llave del encendido y produjo la tragedia más grande que ha sufrido Colombia en esta década. En segundos el gigante automotor se convirtió en un cajón en llamas. Los niños más grandecitos se echaron por las ventanas que por suerte estaban abiertas. Los otros chiquillos gritaban y lloraban. Adultos intentaban socorrerlos. El cobarde; sí, el chofer, fue el primero en saltar de la tragedia y se olvidó de sus responsabilidades -la Fiscalía ya lo capturó-, los vecinos gritaban y de pronto el interior del bus quedó en silencio. Todos los habitantes del barrio Altamira, sacaron baldes, ollas y hasta arena para tratar de salvar la vida de estos niños que tenían todo un futuro por delante, pero ya todo estaba consumado.

"Me tiré por la ventana, cuando me tiré la vecina empezó ayudar a varios niños, los sacó con vida. Brinqué por la ventana y otro de los niños también logró salir. Yo estaba entretenido, yo no sé qué pasó", relató una hora más tarde uno de los chiquitos todavía sin haber recibido la noticia que más nuca volvería a sentarse al lado de muchos de sus amiguitos.

El saldo: 32 niños calcinados, otros ocho heridos y cinco adultos en el hospital. Anoche los padres maldecían al chofer, otros a si mismos, algunos a Dios y un par de abuelos no salían del shock con un silencio que preocupaba. De inmediato el Presidente de la República se trasladó a Fundación, pero por más Presidente, por más candidato, y por más Santos que fuera, el dolor no va a sanar en mucho tiempo. Mientras los medios ocupan sus páginas con las peleas de una dirigencia insensible: en el recuerdo de los padres, hermanos, primos, tíos y abuelitos, se escuchan las voces felices de aquellos niños que cada domingo llegaban a casa cantando desde el bus “A la i, a la o, el paseo se acabó, la gallina puso un huevo y el chofer se lo comió”. Paz a sus familias, paz a los chiquitos.

 

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