No tienen razón quienes piensan que las grandes movilizaciones callejeras de los últimos días en Colombia son una grosera manipulación de oscuros intereses políticos, la consabida conspiración que se inventan desde la derecha o la izquierda, para descalificar una pura, simple y espontánea manifestación de indignación colectiva. Pero tampoco tienen razón quienes creen que el 21 de noviembre la historia nacional se partió en dos y que hubo un irredimible derrumbe institucional, que en las calles murieron los partidos políticos, el Congreso, las cortes de justicia y el gobierno de turno, para establecer la soberanía de unos grupos con agendas muy diversas pero alentados por el fondo común del deterioro del mercado de trabajo presente y futuro, la mala calidad de la vida urbana y el maltrato ambiental.
La tentación de los analistas para predecir el derrumbe nacional es explicable puesto que hay demasiadas quejas por la manera como se plantean las políticas públicas fundamentales, nacionales y locales. Demasiada corrupción en todos los espacios y niveles, disminución de oportunidades de desarrollo personal, concentración del poder y la riqueza, deficientes servicios públicos, crecimiento desordenado de las grandes ciudades, pérdida de control del territorio por parte del Estado a manos de economías ilegales y violentas, en fin, todo un inventario de calamidades que desbordan la paciencia ciudadana. Pero de ahí a concluir que hay que barajar y repartir de nuevo todas las instancias de poder hay mucho trecho.
Aunque el mismo Comité de Paro Nacional reconoce que la protesta ciudadana fue mucho más allá de sus expectativas y agendas, lo cual significa que no tiene la capacidad de acallarla, vale la pena analizar los 13 puntos que plantean para que cesen las manifestaciones algunos de los cuales tienen pocas posibilidades de ejecutarse como están propuestos. El Gobierno no puede retirar del Congreso la Ley de Financiamiento, aunque éste puede mejorarla e incorporarle o quitarle asuntos que se habían discutido y negado en su primer trámite declarado inconstitucional por pura torpeza, como se ha venido haciendo, porque un país no puede dejar el tema tributario en el aire; ni puede disolver el Esmad, aunque puede mejorar su control, porque sería entregarle las calles a los vándalos que como las brujas nadie sabe dónde están pero existen y aparecen muy organizados cuando de crear caos se trata; ni comprometerse a que no haya reformas pensionales o laborales en el futuro como si la actual legislación fuera inmejorable y grabada en piedra puesto que han sido precisamente las importantes reformas laborales y pensionales del pasado las que ha creado las garantías que hoy se quieren defender con toda justicia; ni comprometerse a no privatizar empresas del Estado, lo cual puede ser eventualmente una sana decisión económica dependiendo de en qué se vayan a utilizar los recursos de esas ventas; ni firmar que va a cumplir los acuerdos de La Habana porque ya está legalmente obligado a hacerlo, y ha habido avances razonables en la materia.
Lo que si puede hacer es revisar el tema del holding de las empresas financieras del Estado, empezando por sacar de ese costal al Icetex que no es una institución financiera propiamente, puesto que hemos vivido y podríamos seguir viviendo sin esa iniciativa de racionalidad económica; puede esforzarse por cumplir en plazos razonables, acuerdos con los estudiantes, los maestros y los indígenas, a quienes a través de los años se les ha prometido la luna; puede comprometerse a ejecutar políticas más efectivas de protección del sector rural y del medio ambiente; revisar el exabrupto de que seamos todos los colombianos los que paguemos el descalabro privado de Electricaribe; y por supuesto, sacar adelante iniciativas anticorrupción, como el pliego único para la contratación regional. Esa es la agenda, sobre la cual hay que conversar con los dolientes de cada sector, que es lo que siempre hacen los gobiernos. Se puede avanzar en todos esos puntos puesto que ninguno lleva a un callejón sin salida, ni ninguno cuestiona el sistema de libre empresa ni las libertades públicas. Y todos llevan a las puertas del Congreso de la República donde el Gobierno debe llamar para reconstruir su gobernabilidad, cuya ausencia es su pecado original.
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Poco se habla, entre el estruendo de los profetas del diluvio y de la autoflagelación de los críticos, de las nuevas realidades políticas que surgieron en las elecciones regionales
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La realidad de la indignación popular desborda de lejos esa agenda, canalizarla y volverla energía social productiva no destructiva requiere de las organizaciones políticas, que para ello existen. Es lo que va a decidir el futuro del poder político que se deshace en manos de sus actuales detentadores. Lo que ha sucedido es la oportunidad de oro del mundo político de recuperar su papel en la vida nacional, recogiendo la esencia de esas inquietudes, de esa indignación. No hay nadie más que pueda hacerlo, ni los gremios, ni los medios de comunicación, ni las redes sociales, ni los sindicatos, ni los militares, ni el gobierno sin apoyo parlamentario y popular.
Poco se habla, entre el estruendo de los profetas del diluvio y de la autoflagelación de los críticos, de las nuevas realidades políticas que surgieron en las elecciones regionales del 27 de octubre pasado, y de la renovación de los cuadros políticos representados en el Congreso. Hay allí nuevas figuras y nuevas dirigencias que están obligadas a tomar las banderas de la gente común y corriente, para satisfacer sus necesidades comunes y corrientes hoy frustradas. Nada del otro mundo. El 21 de noviembre no fue el fin del mundo conocido, ni una revolución social, ni el derrumbe del establecimiento, ni siquiera el del gobierno. Fue un llamado de atención, para que se pongan las pilas quienes tienen la obligación política de hacerlo.