En la sociedad de la tecnología, en la cual vivimos nosotros, las cámaras de vídeo y fotografía abundan por todas partes. Cada uno de nuestros pasos en la ciudad es vigilado por un mismo ojo con muchas raíces. En nuestras casas, en reuniones familiares, en eventos públicos y privados las cámaras hacen de nuestra existencia una presa de vigilancia fácil de absorber.
Y no se trata de un delirio de persecución ni tampoco de argüir una especie de psicosis. La cuestión es sencilla: hemos perdido la privacidad por completo. Cada uno de nuestros pasos, acciones y eventos está a la disponibilidad de la sociedad consumidora de las redes sociales. La búsqueda de espacios donde se pueda escapar de una cámara se ha vuelto una necesidad con creciente demanda. Nos estamos ahogando.
Ya lo decía Kundera, "(...) el ojo de Dios ha sido reemplazado por los ojos de todos." Esto implica en el fondo que hemos ido perdiendo el individualismo vorazmente, ya no nos pertenecemos a nosotros, sino que somos de todos. Cuando vives en una ciudad como Medellín o Bogotá, no te perteneces, la imagen se distorsiona a través de la cámara del banco, del centro comercial, de cualquier tienda, incluso de un motel o de un baño. Por donde quiera que camines hay un ojo puesto en ti.
Vivimos en una gran dictadura, pero esta vez no es el hombre su dueño, sino el lente que retrata la vida y la distorsiona. ¿Sé han puesto a pensar en un mundo sin cámaras? Seguramente pocos lo han hecho, porque uno de las grandes claves de la revolución tecnológica es dominarnos sin saber que lo estamos.
Finalmente, la perdida del individualismo y la extrema vigilancia nos han llevado a concebir la tercer identidad, aquella en la que no solo buscamos destacar como hombres, seres únicos, sino también los humanos que queremos que otros vean que somos. Estamos condenados a vivir en una sociedad vigilada.