Cuando observo la forma en que se procede en este país no puedo menos que horrorizarme ante lo que presiento como un futuro incierto o quizás desierto. En Colombia la palabra dada ya no tiene ningún valor, los individuos, como político en plaza pública, prometen a diestra y siniestra, pactan incluso convenios firmados y todo ello se lo lleva el viento en corto tiempo pues, un demasiado escaso porcentaje de los que prometen algo, cumplen con la palabra que dieron. No porque sean unos bribones mentirosos, sino porque está tan devaluado el concepto de compromiso que ya no se puede creer en la palabra de casi nadie.
Ni que decir de hábitos saludables para la vida en sociedad como la puntualidad o la verdad, ambas son costumbres de antaño, practicadas por colombianos venerables que hoy ya muy pocos recuerdan, pues casi siempre se incumplen las citas (si es que llegan) y en el peor de los casos ni siquiera se asiste a las mismas sin la más mínima muestra de cortesía por parte del incumplido, que no se toma el trabajo de pedir excusas, pero no por ver comprometido su orgullo (ojalá), sino –peor aún- porque no considera que haya cometido falta alguna.
Y ni qué decir de nuestro comportamiento político, se puede ver profesionales chupando media, llenando cuadra, organizando mítines, regalando su trabajo para que los ladrones de siempre engañen a su familia y a su vecino con mentiras y refrigerio. Todo por una sonrisa o un puesto o una corbata o un contrato. Lo triste es que la gente no tenga dignidad, ni conciencia, ni vergüenza de decir que está con x político por el puestico. La corrupción empieza con esos lagartos, que se creen muy encumbrados porque el político de turno les deja oler su pastel. Y después se están quejando de la corrupción cuando ellos mismos la están practicando.
No dejo yo de preguntarme si países como Dinamarca, Finlandia, Alemania o Suecia hubiesen llegado a ser considerados países desarrollados con altos estándares de vida si el comportamiento de sus ciudadanos hubiese sido tan laxo como el nuestro. Ya imagino la respuesta de los mediocres, diciendo pues “váyase para allá”, como si todos no quisiéramos tener un estado desarrollado y justo, como si nuestro comportamiento personal no afectara a la totalidad del país, como si nosotros mismos no creáramos la realidad que cotidianamente vivimos.
Lo mejor es que no dejo de imaginar a estos sabios del conformismo postmoderno colándose en una fila en Amsterdam o pasándose el semáforo en rojo en Berna o tirandole el carro a una persona Zürich. Ellos que aquí se comportan como salvajes humanos, de seguro allá harían amplio uso de la palabra civilidad para comportarse, porque les daría vergüenza, porque allí no es necesario poner policías para respetar la vida en comunidad y todos con su propio comportamiento se aseguran de mantener vigentes las buenas costumbres.
Cabe aclarar que el presente artículo no tiene ningún tinte personal en contra de nadie en particular, pero si usted siente que me le estoy metiendo al rancho, me daré por bien servida si usted hace un examen de conciencia y cambia su proceder, no para darme a mí la razón, sino para que sus propios hijos un día puedan vivir en un país en el futuro y no en el neandertal en medio de incumplidos, mentirosos, tramposos, corruptos y sátrapas.
Calculo que saldrán los nueva era a decir que esta nota es, cuando menos pesimista, pero les invito a todos a preguntarse qué país nos espera si no hacemos un alto en el camino y modificamos nuestras costumbres. Los países desarrollados no se ganaron el baloto genético, sino que construyeron su sociedad con base en la verdad, la educación y el respeto por la palabra y por supuesto, por el otro.