Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Miguel Hernández
Ese 19 de junio, en medio de la muchedumbre que celebraba en las calles, viví una faceta de la política inédita para mí.
Esa cercanía, ese traspaso de fuerza y gozo entre cuerpos, la viví como una especie de reactivación de la historia.
Me sentí empujado por un esfuerzo anónimo de hombres y mujeres perdidos en el tiempo, me vi invadido por un hambre de futuro acumulada muchos años.
Viví un instante histórico, como juntura de lo por venir, de presencia y sido. Nosotros, sin nombre, unos cualquiera, unos nadie, de repente, aparecidos en el espacio de la disputa política, pero afirmados, representados.
Quizás esa es la alegría genuina del evento democrático: tomar parte.
Difícilmente puedo darle palabras a ese acontecimiento que viví anoche, encontrarle un nombre a eso que se dio en las calles, en un atestado Transmilenio al son de tambores y cantos, al lado de vendedores ambulantes, muchachos, ancianas, gente humilde, drogadictos, gente frágil, animosa, expectante.
Fuimos una marea de alegría en las oscuras calles del centro, rumbo a la Plaza de Bolívar y allí nos unimos en una danza que colmó nuestro hambre de futuro.
Quizás eso que hemos llamado y soñado como revolución no sea otra cosa que una sencilla y alegre cercanía, sin más, entre personas que sueñan en común, hombro a hombro.
La efervescencia en las calles que hubo anoche y que me acogió como uno más, ese gozo en la toma del espacio público, como no había visto antes, es quizá revolución.