La ruta de Lengerke es una red de caminos que comunica a diferentes pueblos de Santander a lo largo del cañón del Chicamocha. Fue construida a mediados del siglo XIX por Geo Von Lengerke, un alemán que llegó a estas tierras, cuenta el historiador Rodríguez Plata, huyendo de la justicia de su país por matar a uno de sus paisanos en medio de un lío de faldas. Vino en busca de una fortuna que se desvaneció, pero a cambio termino convertido en un mito de la historia Santandereana.
Llegado a estos parajes, donde nunca se había visto un europeo así de alto, blanco y mujeriego, encontró rápidamente un lugar en la provinciana sociedad de la época cultivando la fama de buen anfitrión. De los bacanales que organizaba en su hacienda de Vado Hondo, ese pequeño feudo que construyó en las inmediaciones del hoy Municipio de Betulia, se decía que eran pecaminosos y libertinos, reuniones en las que hombres y mujeres perdían la compostura a sus anchas, servidos por los esclavos siempre dispuestos del dueño de casa.
El principal negocio del alemán era la comercialización de la quina y su gran pasión la construcción de caminos; bajo su instrucción la ruta empedrada se extendió por todo el Chicamocha, desde el pueblo de Los Santos hasta la colonial Barichara, pasando por Jordan, Guane, Villanueva, Zapatoca y más allá.
Construidos con la complacencia del gobierno liberal, que sin pensarlo mucho puso la mano de obra de los presos del Estado para abaratar los costos de este ingeniero y comerciante, el camino real era el punto de salida del la quina y la ruta de llegada para las mercancías que abastecían los almacenes de la sociedad Lengerke y Cia.
Por el sendero llegaron la cristalería y las telas europeas que satisfacían aquel esnobismo primitivo, así como el primer piano de cola del que se tuvo noticia en Santander, de este se dice que Lengerke lo mando a traer desde el puerto alemán de Hamburgo, en un periplo de cinco años en los que tuvo que subir por el rio Grande de la Magdalena, pasar frente a la mirada perpleja de los indios Yareguies y cruzar la montaña a lomo de mula.
De los senderos no existe una guía exacta, pero dada la moderada dificultad de la caminata y la amabilidad de la población de los alrededores, descubrir hacia donde sigue la ruta bien puede ser parte del plan. Para quien se encuentra en Bucaramanga el recorrido puede empezar en el pueblito de los Santos, a unas cuantas cuadras del parque central cerca del cementerio. La bajada por el cañón inicia con una vista que se abre ciento ochenta grados sobre el Chicamocha y su rio de aguas oscuras, por una pendiente que al principio no parece tan pronunciada pero que en cuestión de minutos se convierte en un camino zigzagueante erigido en contra de toda lógica.
Las curvas cerradas hoy son miradores donde la vista se pierde varios kilómetros, aunque en tiempos de Lengerke seguramente eran el precipicio por donde la modernidad se desbarrancaba a lomo de mula. Algunas de esas bestias aún suben con su carga de tabaco sin importar la precariedad del recorrido, llevadas por un arriero que apenas nota la dificultad del ascenso mientras saluda a los extraños con una de esas cacofonías campesinas que denotan amabilidad y respeto.
Por el camino se pueden encontrar varios lugares para hacer paradas debajo de la sombra, incluso hay un canal de agua en el que se puede reabastecer algo de liquido. A esa altura del recorrido ya se empieza a sentir la fatiga por la pendiente constante, pero al cabo de unos diez minutos, como un alivio, aparece un terreno plano lleno de arboles. La casona que se ve al fondo con sus colores verde y blanco, gallinas y perro incluido, marca la mitad del descenso.
Llegando a la parte baja se abre un pequeño valle con cultivos y algunas casas de campesinos. La montaña queda atrás, mirándote entre sus pies desde las nubes altas que le rodean. La brisa corre de nuevo y el sonido del rio empieza a llegar a los oídos. La luz del sol crea una claridad intensa que te hace mirar directamente al cielo, donde un azul a todo color se ve rodeado de cúmulos blancos y voluminosos. ¡Un mar corre por sobre tu cabeza sin darte cuenta! Casi siempre en dirección opuesta al pueblo de los Santos. De la nada, cuando el cansancio más distrae el pensamiento, aparece un puente de estilo colonial sacado de una postal y puesto ahí a voluntad. Al otro lado se encuentra Jordan.
Otrora centro de la actividad comercial de Santander, el pueblo es hoy un quiosco, cuatro casas y una iglesia ostentando la macondiana calidad de “municipio”, todo bajo la mirada complaciente de su alcaldesa, su inspector de policía y su respectivo juez, los que todos los fines de semana dejan de jugar al pesebre y se devuelven a hacer una vida normal en Bucaramanga.
Cruzar por el puente es como volver a los tiempos de La Vorágine, a los tiempos de Lenguerke; o por lo menos, al set de grabaciones de un novelón de época. La escena te invita a una contemplación de horas en medio del entablado, dándole a tus pies una merecida sensación de triunfo. Pararse en medio del cruce y mirar la montaña sofocando el sol de la tarde, hace fácil creer cualquiera de las historias que han venido alimentando la leyenda del emprendedor alemán: el sueño liberal de la libre empresa y la imagen idílica del hombre visionario comprometido con el progreso.
Sobre el cauce del rio Chicamocha, en medio de la humedad y la tarde que se arrima, a más de uno le será fácil caer en el cuento del futuro hecho posible gracias a la tenacidad de ciertos proto-hombres. Semidioses signados por una genialidad de la cual, aun hoy, se espera extraer las soluciones a viejos problemas.
En la tarde el sonido del agua que corre toma una mayor notoriedad, traído por una brisa fresca que pega con suavidad en las caras aceitadas por el sudor. La poca luz que queda marca la montaña con rallas verticales, las que seguramente contribuyeron en algo a la historia reconstruido genialmente por Pedro Gómez Valderrama en su novela La Otra Ralla del Tigre, el mito de Lengerke remasterizado para la posteridad.
Jordán definitivamente no es un lugar de veraneo, al final de la ruta no venden nada y no le interesas a nadie, lo cual siempre es un descanso para aquellos que detestan ser tratados como turistas. Debajo de estas nubes mullidas, si quieres algo, deberás conseguirlo con amabilidad y respeto, con un apretón de mano y un saludo honesto.
Al día siguiente no tienes cuenta que pagar, pero si despiertas temprano, tendrás un paisaje aun más imponente por ver. De nuevos aparecen las nubes, flotando bajo con su carga de humedad, chocando contra los filos de la montaña, casi rozando las manos. Detrás de ellas, al otro lado de la montaña, sigue la ruta de Lengerke en dirección a Villanueva.