Recientemente, el doctor Raimundo Tello, un respetado abogado penalista que es merecedor de toda mi admiración, publicó un video en su canal de YouTube en el que expuso las razones por las que consideraba que la carta política no permitiría que las personas no religiosas pudieran asumir el cargo de presidente de la república. Con el debido respeto, le respondo al doctor Tello mediante esta columna que no promueve ninguna candidatura en particular y que se centra solo en un debate jurídico.
De igual manera, invito a aquellos lectores de esta columna a que consideren que en los problemas del derecho deben aplicarse los métodos de solución que ofrece el derecho, así esto contraríe nuestras opiniones personales o nuestra preferencia por un candidato u otro. Es decir, a nivel personal podemos tener una opinión, pero debemos tomar en cuenta que estas problemáticas afectan a todos los colombianos y debemos aplicar criterios más objetivos.
Ahora bien, sobre el caso concreto, los defensores de la tesis de que los ateos no pueden asumir el cargo afirman que no es posible debido a que el artículo 192 de la Constitución Política establece lo siguiente:
Artículo 192. El Presidente de la República tomará posesión de su destino ante el Congreso, y prestará juramento en estos términos: "Juro a Dios y prometo al pueblo cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia". Si por cualquier motivo el Presidente de la República no pudiere tomar posesión ante el Congreso, lo hará ante la Corte Suprema de Justicia o, en defecto de ésta, ante dos testigos.
Asimismo, defienden su posición de acuerdo con lo establecido en la Sentencia C-616/97, ya que la misma expresa que la ley le confiere la posibilidad a los alcaldes de no prestar juramento ante ningún dios, distinto a lo que ocurre con la Constitución a propósito del juramento del jefe de Estado donde no se contemplan excepciones. De igual modo, afirman que la citada sentencia establece que el constituyente no promovió un Estado ateo.
En primer lugar, debemos resaltar que el espíritu de la carta política de 1991 es el de una constitución garantista, pluralista y preocupada por las problemáticas sociales. En ese sentido, nuestra norma fundamental, y en general nuestro ordenamiento jurídico, dan amplia relevancia al principio de prevalencia del derecho sustancial sobre lo procesal que se aplica en todas las modalidades del derecho. En pocas palabras, debe dársele prelación de fondo a los derechos de las personas por encima de cuestiones netamente protocolarias. En ese sentido, no sería ajustado al espíritu de la Constitución negar los derechos fundamentales por un mero formalismo.
En segundo lugar, es importante precisar que no es la primera vez que dos normas de rango constitucional entran en conflicto en un caso concreto y debe dársele preferencia a una. En la jurisprudencia hemos evidenciado que los jueces deben ponderar los principios constitucionales cuando dos normas de dicha jerarquía resultan problemáticas entre sí. En este caso, hay que tomar en cuenta, además del artículo 192 de la Constitución Política el artículo 13.
El artículo 13 de nuestra carta magna establece que “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley (...) y gozarán de los mismos derechos (...) y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de (...), religión, opinión (...) filosófica”. En pocas palabras, dicha disposición afirma el mandato constituyente de que todas las personas, sin importar su opinión filosófica o religiosa, tendrán las mismas oportunidades. Tras aplicar la norma al caso concreto, resulta evidente que el hecho de que una persona pierda el derecho a ser Presidente al haber sido elegido popularmente de acuerdo a todos los requerimientos establecidos exclusivamente por su opinión es manifiesta y expresamente contrario a la norma constitucional citada.
En este caso, el mismo supuesto de hecho entra en conflicto con las dos normas constitucionales. Una norma es sustancial (artículo 13) y la otra es procesal (artículo 192) y de acuerdo al principio de prevalencia referido debe aplicarse la norma sustancial y respetar la garantía de no discriminación. Para tal fin, cabe resaltar que en su Sentencia T-823/02, el alto tribunal estableció de forma expresa que la libertad religiosa implica la libertad de no creer, por lo que el derecho fundamental a la libertad de cultos incluye al ateísmo.
Por otro lado, los defensores de dicha tesis afirman que un ateo no puede asumir dicho cargo dado que el presidente es el símbolo de la unidad nacional. Dichas personas deben recordar lo establecido por la Corte Constitucional en la famosa Sentencia C-350 de 1994:
El país no puede ser consagrado, de manera oficial, a una determinada religión, incluso si ésta es la mayoritaria del pueblo, por cuanto los preceptos constitucionales confieren a las congregaciones religiosas la garantía de que su fe tiene igual valor ante el Estado, sin importar sus orígenes, tradiciones y contenido.
En pocas palabras, por mandato constitucional la Nación no puede identificarse con una religión particular a nivel oficial inclusive si es mayoritaria del pueblo dado que el Estado es laico y por lo tanto no se vulnera la figura de la unidad nacional en tanto una creencia no identifica al país desde el punto de vista oficial. De igual manera, a aquellos que establecen que el constituyente no era ateo, les doy la razón, pero algo que estableció el alto tribunal en la jurisprudencia citada es que la Constitución es neutral y pluralista en materia religiosa. En ese sentido, restringir a una persona la posibilidad de ser presidente por cómo ejerce su libertad religiosa (que incluye la libertad de no creer) no es neutral ni pluralista en lo absoluto, y allí se vulnera el principio de laicidad.
Tras el análisis es evidente que restringir la posibilidad de ser presidente a una persona atea transgrede más principios constitucionales (como la laicidad, la igualdad y la libertad de cultos) que los que garantiza, y en virtud de que la norma restrictiva es procesal, debe primar lo sustancial. Por lo tanto, y en conclusión, debe aplicarse una excepción en el caso concreto y dar la posibilidad de juramentar de forma distinta, pues no es la primera vez que se inaplica una norma de rango constitucional al haber otras de mayor consideración en la ponderación.
Finalmente, y dejando de lado el debate jurídico, surgen algunas preguntas sin respuesta. En primera medida, me da la curiosidad de qué pasaría en caso de que una persona atea, sea quien sea, resulte elegida como presidente de la república. ¿El órgano encargado de expedir el acto administrativo que lo dota de dicho cargo se podría negar?, ¿qué mecanismo de defensa tendría el candidato electo?, ¿sería procedente una acción de tutela que ordene a dicho órgano a expedir el acto administrativo? Sin duda es un supuesto muy interesante para los abogados constitucionalistas y para el país en general que, de darse en la realidad, sería histórico para definir los alcances de nuestro Estado social de derecho.