En nuestro país, el término corrupción se ha asociado ingenuamente a cobrar lo que legalmente no corresponde con una honesta actuación ética, política, humana y social. También se vincula con recibir coima en relación a hechos indebidos, fraudulentos y pervertibles, todos “por debajo de la mesa”. Es una lástima que se haya incorporado con una naturalidad abismal recibir sin merecimiento, recibir más de lo que corresponde, aceptar más de lo acordado, mentir y presentar como verdad o mejor aún las tan famosas frases a diario utilizadas que dejan una profunda huella de perjuicio moral y comunitario “como voy yo ahí” “como vamos con la mermelada” “esos reciben ají” “usted no sabe con quién se metió”.
Por definición, corrupción es la acción y el efecto de corromper (depravar, echar a perder, sobornar a alguien, pervertir, dañar y hacer deficientemente lo que se puede hacer bien). Así, la corrupción es, hacer las cosas ilícitas para sacar provecho personal o de grupo. Pensar por encima del otro, ir adelante con la habilidad del que rompe las reglas y usa el atajo, no trabajar y cobrar, infringir señales de tránsito, mentir y sacar provecho. Todas estas situaciones preocupan ante la crisis ético-política, moral y ciudadana que hoy carcome en su totalidad las instituciones colombianas. Es crítico lo que pasa en la estructura y movilidad de funcionamiento de la policía, de las alcaldías, de las gobernaciones, de la iglesia, de la escuela, de la Fiscalía, de los medios de comunicación, de la familia, de la contraloría y de los órganos sociales y/o estatales visionarios de dar ejemplo y llevar control y/o justicia en todo sentido.
La corrupción en contexto amplio es enemiga de la paz y su surgimiento se facilita por las vulnerables precariedades laborales, de inversión, de educación, de vivienda, de distribución equitativa de la tierra, de desarrollo humano o por el control de la economía que como fuerzas de poder en todos los escenarios anteriores, amenazan el valor de un vocablo como la paz, corriendo el riesgo de ser una paz organizada y construida sobre la base de ser corruptible e incompleta.
Las acciones discursivas, ideológicas, prácticas y éticas de los que hacen de Santos y de los que hacen de Uribe al promover la guerra han marcado en la última década una polarización, una corrupción simbólica, vivencial, mediática y de poder que busca como propósito el bien personal y político, no la paz como bien común.
Si estas nociones continúan acuñándose como prácticas de soborno, chuzadas, fraude, falsos positivos, tráfico de influencias, paramilitarismo, carrusel de contratación o calumnias permanentes, más temprano que tarde legitimaran diversas culturas de la ilegalidad y naturalizan la corrupción como acto inherente a lo humano y no como un aprensión cultural artificial que desdice mucho de una sociedad que busca un mejor vivir.
No intento en este sencillo escrito aseverar y presumir que soy un sujeto educado para ser incorruptible, simplemente intento visibilizar aun más un problema que angustia a aquellos que queremos y pensamos en otro país, el que sigue después del posacuerdo. No se puede aceptar la profunda naturalización de la corrupción como forma de vida, que se propaga como virus a lo largo y ancho de la nación.
¡Basta ya! es hora de tomar en serio este terrible problema y actuar contrariamente a la propaganda de antónimos diseñados para confundir y ocultar lo que realmente se carece: alta transparencia, equidad, buena educación, paz y buenos gobiernos.
Finalmente, la voz de la ciudadanía y de la gente tiene la razón. Hay mucho que decir y decidir en una ruta nacional e internacional concertada de solución a los conflictos sobre la paz y la convivencia.
@darwinlenis