De manera general en Colombia no se confía en nadie. Nos individualizaron tanto que se nos olvidó pensar en colectivo. Esa individualización evita establecer unas relaciones basadas en la confianza y la solidaridad. ¿A cuántos vecinos podemos entregarle copia de las llaves de nuestra casa? ¿A cuántos podemos pedirle el favor que le echen un ojo a la casa?
La ciudadanía ha dejado de confiar en el Estado, en sus instituciones y en quienes las lideran. No es cuestión de hablar de gobiernos de turno (aunque algunos hicieron méritos para aumentar la desconfianza), el agotamiento de la relación entre la ciudadanía y las instituciones públicas viene de años atrás, y tiene varias explicaciones. Algunas de ellas son la corrupción y el no cumplimiento de la Constitución de 1991.
Según informe de la Contraloría General de 2017, en Colombia se roban 50 billones pesos al año de recursos públicos (equivalente a dos reformas tributarias de Carrasquilla) lo que nos lleva a pensar si lo que se necesita es una reforma tributaria o que dejen de robar. Se normalizaron los dichos como “que roben pero que hagan”, “llevar la corrupción a sus justas proporciones”, “acá la Ley 80 no pegó” (ley de contratación pública).
Nos dicen “trabajen vagos” desde su posición privilegiada, cuando es la clase trabajadora la que soporta al país: campesinos, profesores, médicos, obreros, artistas, trabajadores independientes, empleados de servicio, etc. Son los recursos que nosotros generamos los que se reparten entre unos pocos, se los roban y lo que sobra lo tiran como migajas que debemos recibir como si nos estuvieran haciendo un favor.
Toda la ciudadanía tributa en Colombia. Nos han vendido el falso cuento que son unos pocos quienes tributan mientras otros quieren todo regalado. Todos los días, cada vez que consumimos algo en una tienda estamos pagando el IVA, o cada vez que tomamos un transporte público, vía tarifa, estamos pagando la sobretasa a la gasolina, casi toda la población está bancarizada y paga el 4X1000. Bajo ese discurso, se construyó la figura de un Estado generoso que hace el favor, vía subsidios, de atender a esa población “parásita”. Mienten, en Colombia hasta las poblaciones más vulnerables tributan casi que a diario y lo poco que reciben jamás podrá ser mostrado como un regalo.
La normalización de la corrupción ha impedido el desarrollo de los territorios mediante la no entrega oportuna y de calidad de bienes (colegios, hospitales, carreteras) y servicios (salud, educación), tal como se observa en los Departamentos del Chocó o La Guajira en donde hay una decisión de Estado de no hacer, no ver y no oír. Y es ahí cuando la gente se pregunta ¿para dónde van nuestros impuestos? Y alguien responde; “lo de siempre… se los robaron”. Somos un país experto en formular políticas de lucha contra la corrupción (y el narcotráfico) que resultan ser un canto a la bandera.
Esa dificultad de la ciudadanía de acceder a educación universal en todos los niveles, o a servicios de salud dignos y oportunos, o de tener un trabajo bien remunerado y estable, es lo que hoy ha llevado a la ciudadanía a las calles a exigir lo que no es más que derechos fundamentales establecidos en la Constitución Política de Colombia.
El primer paso para reconfigurar la relación entre Estado y sociedad lo debe dar el primero. Es el Estado el que debe garantizar el cumplimiento del Contrato Social (Constitución Política de Colombia) y es el que después de 30 años no ha realizado los esfuerzos necesarios para que esto suceda. Una vez se construyan relaciones de confianza, seguramente la ciudadanía responderá participando en mayor medida en los procesos electorales (confianza en los partidos y movimientos políticos), disposición a pagar impuestos ante la certeza de recibir bienes y servicios con calidad y oportunidad (confianza tributaria), relacionamiento cordial y respetuoso entre ciudadanías (confianza ciudadana), respeto a las entidades y servidores públicos (confianza institucional), respeto y cumplimiento de las normas (confianza normativa).
El Estado es el que le ha incumplido a la mayoría de la sociedad y es el que debe dar el primer paso para establecer nuevas formas democráticas de relacionarnos y construir una confianza verdadera.
¡Los derechos no se mendigan, se exigen!