A las once de la noche llegamos con nuestro corresponsal a La Casa de Los Espantos, una vieja mansión construida por un italiano en los años 60, entre el Colegio La Salle y el barrio La Consolata de Florencia. Llegamos atraídos por la múltiples historias de miedo que circulan por la ciudad, según las cuales, el sitio, además de tenebroso, es el refugio de muchos espantos, entre estos la niña que a los quince años se casó con el italiano que por esa época llegaba a los 75.
Cuando se comenzó a construir la casa, allá por los años 60, época en la cual aún no se terminaba la construcción del Colegio La Salle, la vivienda llamó la atención de todo el mundo, por su modelo y, en ese entonces, excéntrica fachada, que no tenía parangón con las mejores casas de Florencia; era algo así como un palacete que contrastaba con las casonas de bahareque de los patricios que por esos años eran los protagonistas de la vida de la pequeña villa.
El propietario era un italiano muy allegado a los curas de La Consolata, un personaje excéntrico que no hablaba español y solo se comunicaba con sus paisanos en esa jeringonza extraña que los niños escuchábamos con admiración y los adultos con displicencia, para no mostrar ante los menores su admiración por el extranjero.
De pronto la noticia se convirtió en un reguero de pólvora; “La Muñeca”, una viejita hermosa que se caracterizaba por ser la chismosa del pueblo, comenzó a anunciar de puerta en puerta: “se casa el gringo, se casa el gringo del palacio de La Salle, se casa con la princesita de la finca de Don Edolio, pobre muchachita, pasto biche para el viejo verde…”
Y así fue…a los pocos días la Catedral Nuestra Señora de Lourdes se engalanaba para el matrimonio del italiano y la princesita, una niña de escasos 15 añitos, poseedora de una belleza y una dulzura angelical que tímida se asomaba a unos ojos inmensamente verdes como los poemas de Neruda.
Y se casaron, y todos los chismosos del pueblo fueron a la Misa y todos los personajes importantes, en especial las chismosas de la época se quedaron con los crespos hechos porque no fueron invitados a la recepción que se hizo en la casa de marras; allí solo fueron los curas y desde entonces, solamente una vez se vio a la niña salir de la casa con su marido y eso fue en la navidad siguiente para asistir a la Misa de Gallo; desde entonces nadie la volvió a ver y el pueblo se acostumbró a ver al italiano haciendo mercado solitario, sin hablar con nadie, escasamente señalando los artículos que compraba.
Todo eso pasó por mi cabeza en unos segundos mientras llegamos a la vieja casona con la intención de pasar allí una noche para desvirtuar los constantes rumores de espantos y cosas por el estilo…Unos vecinos nos abrieron la puerta y armados de linterna y cámara fotográfica entramos.
El aire era frío, con ese frio pegajoso que tienen los muertos, la puerta chirrió cuando la vecina la cerró mientras se echaba la bendición y nos miraba con la lástima con la cual se mira al condenando a la guillotina…todo olía a viejo, a yerto, a tierra mojada, los pisos estaban en tierra, no se parecían en nada a los lujosos pisos de su época dorada, las paredes sucias, llenas de rayas y señales extrañas, los baños aún conservaban sus lavamanos y sus tazas…todo era silencio, ese silencio sepulcral que nos dice que algo grave va a suceder.
Cuando llegamos a la entrada de un sótano, instintivamente miré el reloj. Iban a ser las doce de la noche, todo estaba oscuro, la entrada estaba negra, con esa oscuridad inmensa que tienen los túneles sin fin de que nos hablan las novelas de espanto.
Alumbramos la entrada: apenas cinco escalones en cemento. Nos miramos como dándonos valor para entrar, cuando escuchamos el ruido, provenía del sótano, era algo así como un quejido doloroso, como si a alguien lo estuvieran torturando…
***
Indecisos, comenzamos a descender los escalones, siempre con las linternas apuntando al fondo tratando de descubrir algo. Un ruido extraño, como de alguien cuya garganta le silbaba trabajosamente, nos puso los pelos de punta. Alumbrábamos a todos lados, hasta donde el haz de luz de nuestras lámparas llegaba, sin encontrar nada, absolutamente nada. El suelo era pegajoso y los zapatos se nos pegaban a cada paso. De repente, como en las películas de suspenso, la luz apareció.
Era un punto de luz azul, como una luz láser estática al fondo del sótano, un punto diminuto que brillaba intensamente como el ojo del cíclope de las aventuras de Ulises en La Odisea. La luz no dejaba de brillar y el ruido no cesaba; por el contrario, uno y otro aumentaban en intensidad mientras nos dirigíamos al final de la habitación.
Entonces, comenzó la locura: decenas de luces de colores en forma de pequeños círculos aparecieron por todas partes sin saber de dónde venían o qué las producían; recorrían las paredes, el piso negro y húmedo color de sangre quemada; se paseaban por nuestros rostros terriblemente asustados haciéndonos ver como náufragos en una discoteca inmensa, y entonces, a pesar de los nervios que nos hacían temblar como chinos regañados, nuestro equipo comenzó a grabar y a tomar fotografías.
Nunca había creído en espantos, me consideraba invulnerable a cualquier patraña que se presentara. Pero debo confesarlo: estaba asustado, terriblemente asustado y más cuando la intensidad del ruido aumentaba y nos causaba dolor en los oídos.
Dirigimos nuestras linternas a la esquina donde creíamos que provenía el ruido y no nos equivocamos. Allí estaba: era negro, inmensamente negro como esa noche aterradora y tenía un solo ojo. Sí, sé que no lo van a creer, tenía un solo ojo y por allí se filtraba el ruido que casi nos enloquecía. Era una abertura siniestra entre el sótano y la parte trasera de la casa; una hendija prolongada que comunicaba con el patio de la casa, justamente a la salida hacia la loma donde está el colegio y de donde normalmente el viento sacude las casas del lugar.
Pero las luces ¿De dónde salían las luces? Y la luz azul que vimos al comienzo comenzó a oscilar entre el techo, las paredes y el piso: era como si alguien nos estuviera enseñando algo con un láser. De pronto la luz se paró en el piso, exactamente en una esquina del sótano, se detuvo y comenzó a dibujar repetidamente un círculo en el mismo punto. Indudablemente nos quería mostrar que allí se escondía algo.
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Entonces el ruido cesó por completo. Se hizo un silencio enorme y sepulcral que se podía cortar con los haces de claridad de las linternas. La luz continuaba dibujando un pequeño círculo en el piso mientras las otras luces desaparecieron como por encanto. Y entonces la escuchamos: su llanto llegó nítido a nuestros oídos: era el llanto lastimero de una niña, y era de una niña porque sonaba inmensamente femenino y al mismo tiempo desgarrador. Era como estar presenciando la tortura de un infante a manos del monstruo de los mangones.
Nos miramos como se miran las ánimas en la oscuridad: tétricos y lívidos. Parecía que la sangre había desaparecido de los rostros mientras se nos erizaba hasta el último milímetro cuadrado de la piel. Los gritos aterradores de la niña cortaban como dagas el ambiente y nuestros nervios a punto de estallar nos ordenaban que corriéramos como desesperados. De pronto, todo volvió a quedar en silencio, un silencio frío como las despedidas en un cementerio.
No hallábamos qué hacer cuando decidimos investigar qué había en el círculo que trazaba la luz en el piso. Lentamente nos agachamos y comenzamos a palpar cerca, muy cerca, un piso pegagoso y algo caliente. Pero mi amigo más precavido sacó del bolso un frasquito con agua bendita y lo regó en todo el centro. El agua chirrió como si hubiera caído en medio de un incendio y se evaporó mientras un quejido aterrador se escuchó por el lugar: era el grito desesperado de alguien que estaba sufriendo un dolor inenarrable.
Casi salimos corriendo; sacamos fuerzas de donde no las teníamos, temblando de miedo y con las cámaras y las linternas apuntando el círculo. Nos acercamos temerariamente hasta tocar de nuevo el piso húmedo y pegajoso. Entonces el llanto cesó por completo y el silencio volvió a hacer nido en el ambiente.
A pesar de ese miedo inmarcesible que teníamos, nos acurrucamos para examinar mejor el lugar. El círculo láser que aún no había desaparecido señalaba exactamente un punto de unos 10 centímetros de diámetro, que sobresalía unos milímetros del piso. Entonces mi compañero hundió su navaja en el lugar hasta que encontró algo metálico: era un anillo de hierro, la llave de entrada de algo que estaba enterrado.
Ayudados por la navaja, hicimos palanca por los lados del anillo tratando de desprenderlo para buscar la forma de sacarlo a la fuerza, mientras el lugar se inundaba con un quejido lastimero, muy doloroso: era una niña sollozando porque el tono de voz era inmensamente femenino, tanto así que las fibras del alma se me arrugaban como papel de seda al contacto con las llamas.
Nuestros esfuerzos resultaban vanos. Por más que hacíamos fuerza, el anillo no se despegaba ni un milímetro del piso. Era evidente que necesitábamos herramientas, una palanca de hierro al menos…
Jadeando por el esfuerzo nos pusimos de pie y nos alumbramos las caras para saber qué semblante teníamos. Parecíamos zombies de una película mexicana, sin color y sin sabor como dirían las abuelitas.
Discutimos hasta que nos pusimos de acuerdo. Al día siguiente vendríamos de nuevo mejor preparados, con mejores herramientas y decididos a desenterrar el misterio. ‘Puede ser una guaca’, decía mi amigo y nuestra corresponsal que hasta esa hora había estado muda, sentenció: ‘tiene que ser la tumba de la entrada de la niña y nos está quedando grande hallarla, tenemos que volver’…
Entonces escuchamos la carcajada: era la carcajada de un asesino que se estaba gozando el sufrimiento de sus víctimas; era la risa miedosa de un monstruo de crueldad cuyos espasmos se colaban sin pedir permiso por nuestros poros; era un grito de victoria, de gozo satánico ante el fracaso de los intrusos. De inmediato saqué fuerzas de quién sabe dónde y lo increpé: ‘Maldito, hijo del Demonio’ le dije, ‘quién eres, qué haces, qué quieres’…
La carcajada se hizo más intensa. Era como una desalmada tormenta azotando los temores de tres mortales indefensos. Pero de pronto calló y entonces escuchamos algo casi imperceptible: algo que no esperábamos, algo del otro mundo, una voz increíblemente tierna y delicada que apenas alcanzó a susurrarnos.
***
Muy débilmente, como algo lejano, una voz tan delicada como el abrazo de la brisa, una voz a la cual apenas le entendíamos algo así como “ayúdenmeeeee…” llenó el ambiente.
Ya en esos momentos el miedo era tan viral, que nos había perforado los huesos y nos había llegado a las profundidades del alma; no había otro camino, salir, salir de allí a como diera lugar y eso hicimos.
Cuando salimos había una romería frente a la casa, incluso algunos traían palas; como siempre la avaricia y el afán por hacer dinero fácil, era el común denominador de muchos de nuestros lectores; eso nos dolía porque a decir verdad, a pesar de lo escéptico que he sido, algo había en esa casa fuera de lo común y no era precisamente un tesoro.
Volvimos a las 12 de la noche del viernes 10 de Junio de 2016, nuestra periodista encargada de grabar cualquier cosa en su celular, el camarógrafo y yo, algo nervioso pero decidido a llegar al final de la historia.
Tres chicos y una chica, que se autoproclamaba incrédula, estaban en la puerta como esperándonos; ¿ustedes son los periodistas? Nos dijeron, ¿podemos acompañarlos? Somos síquicos y queremos constatar qué pasa aquí.
Apenas entramos a la sala, el frío se hizo más intenso que de costumbre, como si estuviéramos en la cueva invernal de un oso polar; los síquicos iban adelante como buscando algo que no podían encontrar; nuestra compañera grabando al mismo tiempo que decía que todo se le movía y el camarógrafo se adelantó unos pasos para hacer unas tomas generales cuando escuché el grito y el totazo en el piso; al alumbrar la periodista estaba en el suelo gritando asustada como si hubiera visto al propio canchilas; me pegó en el pecho decía, y a continuación nos dijo atropelladamente que cuando grababa, unas manos muy delicadas la habían levantado y la habían arrojado al piso.
En ese preciso momento la chica incrédula gritó: 'me pegó, me pegó', y sin esperar nada salió del lugar como volador sin palo.
Una fetidez terrible se apoderó de la casa, el frío se hizo mucho más intenso y entonces uno de los chicos se adelantó unos pasos y de pronto empezó a gritar como poseído; honestamente no sabía si era teatro o si de verdad estaba en una especie de trance…en ese preciso momento y sin saber por qué, recordé el apellido del italiano de la historia, BRUSA, el hombre de 75 años que construyó esa casa para llevar a vivir a la niña de 15 años con quien se casó gracias a su fortuna.
El trance del chico pasó poco a poco, nuestra compañera estaba temblando terriblemente y yo estaba más asustado que el día que me casé; entonces decidimos salir y ya en la calle los chicos nos dijeron:
Aquí no hay ninguna guaca ni algo por el estilo, esos huecos que han hecho buscando supuestos tesoros solo han contribuido a deteriorar aún más el lugar, pero en la casa hubo cosas terribles, así lo sentimos, aquí torturaron gente, violaron niñas, incluso descuartizaron seres humanos; el espíritu que queda y que tumbó a la periodista es de una niña en pena, posiblemente la esposa del italiano que no sabemos por qué está penando, pero es ella, percibimos hasta su aliento, y ella no quiere que venga gente al lugar, por eso atacó, ella está esperando el tiempo de su pena…
Considerando estas razones que nos parecieron lógicas, de acuerdo a nuestras propias experiencias y no queriendo intervenir más en una historia que no parece tener final, decidimos terminarla aquí, aportando un video sobre lo que nos aconteció la última noche y a la espera de la posible publicación de un libro, para lo cual tendremos que investigar mucho más.
Gracias a todos por seguirnos, gracias por sus comentarios positivos o negativos, gracias a mis compañeros de equipo, a los chicos de la última noche y ante todo gracias a Dios nuestro Señor por permitir que mi corazón ya deteriorado, pudiera soportar las inmensas emociones que pasamos; a la niña de la casa, que El Señor le conceda el descanso que necesita.