Aquella noche de octubre de 1992 un tractorista se llevó la gran sorpresa de su vida, la misma que le empezaría a cambiar de un momento a otro, a partir de un accidente en su trabajo solitario, solo alumbrado por los potentes reflectores de la máquina a su cargo y la luna a miles de kilómetros.
Iba halando un pesado rastrillo en la preparación del terreno para la siembra de caña de azúcar, cuando el tractor “se fue de frente a un hueco”. Tremendo susto, porque ya había pasado muy cerca y no había visto nada.
Una vez medio se tranquilizó tuvo que bajarse a inspeccionar lo ocurrido. Lo hizo linterna en mano para ver mejor. Quedó perplejo, todo el tren delantero estaba en el hundido, la tierra había cedido ante el peso de la máquina. No lograba explicarse lo ocurrido, fue entonces cuando percibió que el hueco era más grande de lo esperado y la curiosidad superó el miedo.
Alumbró con la linterna y entonces comenzó a ver artefactos en el fondo, comenzó a extraer y entonces cayó en cuenta que el destino y el tractor lo habían puesto en una guaca… Semanas después arqueólogos dieron cuenta que se trataba de una tumba indígena.
Todo se supo al salir el sol, cuando llegó el relevo y los encargados del suministro de combustible y mantenimiento del tractor. El tractorista no estaba y la máquina seguía hundida. Al percatarse de lo ocurrido los recién llegados se sumaron a la exploración y extracción. El hallazgo se regó “como lechuga en playa”.
Entre historias y leyendas
Todo ocurrió en tierras destinadas a la siembra de caña de azúcar, en zona de influencia del tío Bolo, entre Candelaria y Palmira, en jurisdicción de este último municipio. Una zona de fácil acceso, aunque distante de la carretera central.
Quien escribe, en aquel entonces, acudió a la zona en cubrimiento periodístico. Los trabajos de preparación del terreno tuvieron que suspenderse, porque había demasiadas personas.
Para aquel entonces se calculó en más de 5.000 los allí presentes: desde guaqueros fogueados en distintas zonas del Valle y de Colombia hasta familias enteras provistas de palas, picas, barretones y costales, sin olvidar a “expertos” en detectar metales y otros que aseguraban que eran “médiums” y podían comunicarse con los indígenas allí sepultados y preguntarles por la ubicación de los esquivos tesoros.
Las historias, las leyendas y las exageraciones iban y venía en medio de algunas verdades. Todas hablaban de oro y entonces la fiebre subía y subía. Llegó gente hasta de los lejanos Llanos Orientales, de árida La Guajira, del Putumayo, del Cauca y de todos los rincones del Valle. Surgieron campamentos en el sitio, pues nadie se iba, se buscaba de noche y de día.
Paso a la academia
Los grandes sacrificados fueron los arqueólogos asignados por el Instituto Científico del Valle /Inciva, la Universidad del Valle y la Universidad Nacional.
Mientras que para los saqueadores solo importaba el oro, para ellos también eran importantes las vasijas de barro y otros elementos que iban quedando al paso de la turba, muchos quebrados y otras ni siquiera tocados porque no brillaban, no les interesaban para nada, eran de barro y solo buscaban lo metálico.
Los momentos de mayor presencia de ciudadanos desbocados por los rumores de oro se extendieron entre octubre y diciembre. Hablaban de hallazgos, de fortunas y hasta de exageraciones. La fiebre los hacía delirar, pero tan bien fueron ciertas las extracciones soñadas.
De la zona fueron sacadas cerca de 160 libras de oro representadas en diversos objetos, desde especies de lanzas, collares, anillos, aretes, máscaras, pectorales y otros elementos que en su mayor parte fueron a parar al mercado informal.
La Policía asumió la difícil tarea de recuperar la zona, aunque se captaron escenas de uniformados que aprovecharon su envío al lugar para tratar de encontrar algo también. La oportunidad tentaba.
Cuando pudieron trabajar, los arqueólogos y antropólogos encerraron las excavaciones y procedieron examinarlas, su trabajo con lentitud y cuidado, cualquier vestigio era bienvenido. Rescataron algunos objetos de barro, vasijas pequeñas, adornos corporales y elementos propios para actividades cotidianas y domésticas.
Con el tiempo y cuando ya pudieron dar a conocer sus informes se supo que había sido saqueado parte de un cementerio indígena y que este pertenecía al pueblo indígena de Malagana. Fueron tres tumbas las encontradas, ninguna pertenecía a un líder.
Se dice que la comunidad indígena de Malagana acostumbraba a hacer sus cementerios junto a lagunas y precisamente esa zona en la antigüedad era una gran laguna, de acuerdo con estudios, además está en el área de influencia del río Bolo.
Para seguirle la huella
A esta historia se le puede seguir la huella en registros de archivo de medios de comunicación, especialmente periódicos de la región como El País y Occidente, este último donó sus archivos a la Biblioteca Departamental con sede en Cali, y en buscadores y bibliotecas virtuales como Wikipedia.
La huella sobre lo ocurrido en Malagana también se encuentra en el Museo del Banco de la República en Cali y en Bogotá, como también en el Museo Histórico de Palmira habilitado en la Antigua Estación del Ferrocarril. Las exposiciones están debidamente documentadas.
Se dispone de estudios en la Universidad del Cauca, en la Universidad del Valle y en la Nacional. Académicamente se trata de uno de los hallazgos más importantes en los años más recientes, además en estos 30 años se le ha seguido la huella.
Es de resaltar los esfuerzos que se han hecho en Palmira por seguir documentando este hecho junto al cual se continúan tejiendo leyendas e historias, algunas muy reales y otras son producto de la fantasía.
A lo lejos, allá en medio de los cañaduzales, hay quienes los recorren con la esperanza que, de un momento a otro, la tierra se abra y caer en el seno de otra tumba de “Los señores de Malagana”.
@falavi2005