Una mirada colombiana a la rebelión chilena

Una mirada colombiana a la rebelión chilena

"Piñera no es el problema central, él es simplemente el representante, el agente de una élite y de un modelo económico que soporta toda la arquitectura de la injusticia"

Por: Campo Elías Galindo Alvarez
octubre 31, 2019
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Una mirada colombiana a la rebelión chilena
Foto: Carlos Figueroa - CC BY-SA 4.0

Quizá la más reciente foto de Sebastián Piñera que todos los colombianos vieron fue sentado y “cariacontecido” al lado de Juan Guaidó, Iván Duque, el secretario de la OEA y el ministro de Defensa colombiano, después del ridículo que hicieron con la fallida “caravana humanitaria” en la frontera colombo-venezolana, buscando un golpe de Estado contra Maduro que les tienen encargado desde Washington y no han podido lograr. Ese Piñera opulento, uno de los hombres más adinerados de Chile y uno de los adalides del Grupo de Lima, es el presidente que hoy, como ayer Moreno en Ecuador, se ha estrellado contra la dignidad de los chilenos que no toleran más injusticias, más mentiras, más neoliberalismo.

El racista colombiano promedio no vio cercana la rebelión de los ecuatorianos contra Lenin Moreno, pero se siente conmovido por las plazas santiaguinas llenas no solo de “cabecitas negras”, sino también de mestizos y  mujeres y hombres blancos que al unísono reclaman justicia y respeto a su dignidad. Ecuador es limítrofe con Colombia y aquí se le mira por encima del hombro como a una prolongación pastusa. Sobre Chile, en cambio, predomina otro imaginario, principalmente después de la sanguinaria dictadura de Augusto Pinochet, a quien los neoliberales le agradecieron siempre el “milagro chileno”, un período de desapariciones forzadas, asesinatos, torturas y exilio para sus opositores, pero de crecimiento económico acelerado y florecimiento de los grandes negocios especialmente a finales de los setentas con base en severos ajustes —“paquetazos”— y el despojo a los trabajadores de derechos adquiridos durante décadas de lucha.

Eso fue la dictadura de Pinochet (1973-1990): una oportunidad que aprovechó al máximo la burguesía chilena para enriquecerse aún más y de paso, vengarse de las Izquierdas que la pusieron a raya en el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973). El entonces joven Piñera, heredero de fortuna y prestigio, fue uno de esos “afortunados” que no perdió tiempo y amasó riquezas en el sector inmobiliario, bancario, y como asesor de organismos internacionales de desarrollo. Los militares en el gobierno hacían el trabajo sucio, pero había detrás una oligarquía voraz que llenaba sus bolsillos sin quién se opusiera.

Durante la dictadura y después de ella, los corifeos de Washington llenaron el mundo de conferencias y libros sobre el susodicho milagro, un país salido de las cenizas, resiliente y prodigioso que crecía económicamente más que cualquiera otro latinoamericano.

Cuando el dictador dejó el poder en 1990, el país entró en la llamada “transición”, un largo período que llega hasta los días actuales, que transcurre bajo la misma Constitución que promulgó Pinochet en 1980 con solo algunas enmiendas parciales al sistema político. Pero el fin de la dictadura y el regreso de las elecciones para elegir autoridades políticas, no significó para los chilenos la recuperación de sus derechos laborales ni mejoras importantes en sus condiciones de vida. En materia económica y social la llamada transición no fue en realidad un tránsito hacia otro modelo sino la consolidación de la política de privatizaciones, flexibilización laboral, minimización del Estado y tributación regresiva. La transición chilena ha sido la continuación del modelo económico que impuso Pinochet a punta de bayoneta y crímenes de lesa humanidad que todavía hoy siguen siendo investigados.

Las heridas de 17 años de dictadura, por lo tanto, no cierran todavía. Algunos criminales de ella han sido procesados por la justicia, se restablecieron las instituciones republicanas como el sufragio universal y las libertades políticas básicas, pero la democracia social y económica se quedó detenida en las cárceles del dictador. Los gobiernos siguientes de Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet y Piñera (dos veces) fueron obedientes a los dictados económicos de EE.UU. y los organismos financieros mundiales, convirtiendo al país en un espejo en el cual se debían mirar los demás de América Latina, con buenos indicadores de crecimiento, inversión extranjera e inflación controlada. Era la obra perfecta del neoliberalismo en este subcontinente, que fue premiada en 2010 con el ingreso a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), un selecto club de países ricos al cual también se matriculó Colombia el año pasado, que promueve las llamadas “buenas prácticas” económicas en todo el mundo.

No es necesario hablar extensamente de la OCDE. Basta saber que es esa organización la que ha diseñado el “paquetazo” que el presidente Duque nos busca imponer en los próximos meses, compuesto por una reforma de flexibilización laboral y otra pensional, con rebaja del salario mínimo y de las mesadas a los pocos que en adelante accederán al derecho de pensionarse.

Las dictaduras y los autoritarismos latinoamericanos, que en el siglo pasado despojaron a los trabajadores de sus derechos y asfixiaron sus libertades, fueron la cuota inicial para la imposición del neoliberalismo en nuestros países. Desde entonces las formalidades republicanas y el desarrollismo se han convertido en regla, pero también un endurecimiento en las condiciones de vida para las mayorías y un crecimiento de la inequidad que alcanza los límites de la humillación. Las burguesías latinoamericanas, orientadas desde el norte, han impuesto un modelo de desarrollo consumista e imitativo del primer mundo, que solo pueden mantener excluyendo a sus pueblos de los beneficios alcanzados. Eso es Chile, pero también Colombia, países de espejismos, donde la especulación inmobiliaria y financiera hace brillar unos cuantos centros urbanos, pero están parados sobre la exclusión de millones de personas que viven sus propios infiernos. Es cuando esos millones de condenados se miran a los ojos, descubren el poder que tienen y manifiestan su inconformidad, que las sociedades latinoamericanas tiemblan.

La lucha contra el neoliberalismo ha orientado el destino de los pueblos latinoamericanos en lo que va corrido de este siglo. Desde el triunfo de Hugo Chávez en 1998, el subcontinente se mantiene en vilo contra los mandatos de Washington y las élites criollas que lo gobiernan, con logros parciales pero importantes en aquellas naciones donde han triunfado gobiernos progresistas. Las rebeliones populares de Ecuador hace dos semanas y la actual en Chile significan un nuevo aire para las luchas democráticas en este, el “patio trasero” de EE. UU., mientras sus otros gobiernos súbditos, organizados en el Grupo de Lima como el peruano, el argentino, el brasileño, el panameño, el hondureño, el colombiano y otros, sufren el asedio de movimientos sociales y opositores que también resisten los “paquetazos” y la represión que los acompaña.

Los estallidos de rebeldía actuales como los precedentes se han desencadenado a partir de protestas que rápidamente se generalizan y sacan a flote viejos resentimientos, rabias contenidas en la cotidianidad gris de las gentes, que de un momento a otro escapan al control de los poderosos, sus instituciones y sus medios de comunicación. Es entonces cuando el poder queda al desnudo, desorientado, sin qué decir. Piñera lanza las fuerzas armadas contra los manifestantes, dice defender la democracia, declara que está en guerra contra un poderoso enemigo, decreta reformas, hace el ridículo pidiendo perdón, es un mandatario al garete que hace tiempo hace parte de los problemas y no de la solución.

El magnate Piñera, no obstante, no es el problema central del conflicto chileno. Él simplemente es el representante, el agente de una élite y de un modelo económico que soporta toda la arquitectura de la injusticia. Aunque se le está pidiendo la renuncia, lo que necesitan los ciudadanos es un modelo de desarrollo distinto, que ponga en el centro de las preocupaciones la vida, la paz y la dignidad de los chilenos, que ponga al alcance de ellos la salud, la educación, la vivienda y la seguridad en la vejez; un modelo donde los servicios domiciliarios y sociales no sean fuentes de enriquecimiento para un puñado de empresas privadas, sino verdaderos servicios públicos.

Ya muchos chilenos lo entendieron. La consigna que ahora suena con fuerza en las calles es la exigencia de una Asamblea Constituyente, es decir, de una nueva Constitución Política que es lo único que permite volver a barajar, refundar al Estado sobre unas bases de justicia social donde haya redistribución del ingreso y libertades para el juego político. Piñera en cambio, decretó algunos paliativos como aumentos del salario mínimo y las mesadas pensionales, con los cuales busca ganar tiempo y sobre todo, desviar las exigencias populares bajando la fiebre momentáneamente, pero dejando intacta la verdadera infección: un modelo de acumulación de riqueza que fue elevado a rango constitucional por Pinochet desde 1980, basado en privatizaciones y despojos de derechos a los trabajadores. Otro paliativo ha sido la remoción de ocho ministros, principalmente de su mano derecha, el señor Andrés Chadwick Piñera, primo del presidente, quien hizo carrera al servicio de la dictadura y muy campante, participó de la brutal represión a las protestas que hoy deja más de veinte muertos.

Las tomas de calles han sido grandiosas, las máximas en la historia de ese país, acostumbrado en los años recientes a manifestaciones de estudiantes por el derecho a educarse sin quedar empeñados el resto de la vida. No solo América Latina sino también el mundo entero miran hoy con perplejidad hacia esa nación austral, vitrina del libre mercado y ejemplo de estabilidad para toda la región, pero que se reventó por dentro ante un “paquetazo”, uno más en la cotidianidad neoliberal, una gota más que rebosó la tasa de la paciencia en otro país hermano.

Los colombianos no podemos hacer menos que poner nuestras barbas en remojo. Los gobiernos nacionales aprendieron a ser gradualistas, prefieren el “gota a gota” a los ajustes drásticos: así lo han aplicado a las pensiones, los salarios, los servicios públicos y a otros despojos. Pero el presidente Duque y su ministro de Hacienda no quieren moderaciones y ya anunciaron reforma laboral y pensional en un mismo paquete; han lanzado el desafío y andan estudiando la agenda, el mejor momento, pues los malos resultados electorales con que fueron castigados este 27 de octubre, no son óbice para el cumplimiento de ese mandado. Pero hay esperanza y el pueblo de Chile nos inspira. El pulso empezará muy pronto, siendo la primera carta la jornada de paro y movilización nacional programada por las centrales sindicales para el próximo 21 de noviembre.

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