El premio Rómulo Gallegos otorgado a la novela de Pablo Montoya, Tríptico de la infamia, es una muy buena y alentadora noticia para la literatura colombiana, puesto que más allá del acomplejado culto nacional por los éxitos de un compatriota si estos se obtienen en ámbitos internacionales, remarcando así nuestra incapacidad de arriesgarnos a nombrarnos a nosotros mismos, es el reconocimiento a una obra de altísima calidad literaria, en tiempos en los que sólo se piensa y cree en los libros con meras posibilidades comerciales.
Quienes hemos leído a Montoya siempre agradecemos las excelencias de su prosa, que además de bella, inteligente y pertinente, vibra sumida en hondas preocupaciones, en sugerentes maneras de relacionar y en formas originales de reflexionar. Detrás de sus propósitos literarios, en los que despliega su capacidad de contarnos cosas que no sabíamos del pasado, está siempre su idea de revisitar para reordenar los eventos de acuerdo a una postura ética y crítica que nos permita reevaluar lo que creemos de nosotros mismos. Él sabe que si necesitamos ir hacia atrás es para contarnos lo que pasó de otra manera, para cuestionar la visión oficial que tenemos de las historias. En ese sentido todas sus obras tienen la generosidad de invitar a un debate.
Montoya es un escritor muy singular e inusual en nuestro medio. Y no solo por sus grandes virtudes literarias, en las cuales insisto, sino porque posee una erudición decantada y reposada respecto a numerosos campos del arte y del saber. Es un amante asiduo de la pintura y de la música, de la poesía, de la historia y la filosofía, en donde abreva todas sus interrogaciones. Y son sus saberes todos bien digeridos y puestos al servicio de su afán de contarnos. De contarnos de tiempos lejanos, de lugares distantes y con el propósito, siempre pertinente, de iluminar nuestro presente. La Colombia de hoy.
Ciertas novelas históricas operan a la manera de libros de viaje, mediante los cuales el hombre cumple ese viejo anhelo de viajar en el tiempo. Su promesa es trasladarnos en sus páginas, permitirnos imaginar mejor un trozo del pasado, gracias a ellos ver lo que no hemos visto.
Pasa esto con el Tríptico, una obra en la que aborda la vida de tres pintores europeos y para ello, previa una muy seria investigación, recrea de una forma vívida muchas atmosferas de algunas ciudades europeas de ese siglo impresionante y convulso que es el XVI.
Esa virtud de recrear épocas pasadas y de ser capaz de introducirse en personajes diversos y complejos, mediante lo cual logra recrear las mentalidades de esos años, evidenciando las contradicciones de las épocas y los hombres, ya había dado excelentes frutos en otra de sus obras. En esa preciosa novela que es Lejos de Roma, donde narra los últimos años de la vida del poeta Ovidio, desterrado por el tirano a vivir en los confines del imperio. Y que tiene como fondo el interrogante por difícil relación que siempre ha existido entre los artistas y el poder.
Tríptico de la Infamia es una novela compleja que requerirá de muchos planos de lectura. Está tejida a través de las historias de dos pintores y un grabador. A más de la revaluación de esa época y de la gran cantidad de información que Montoya nos dona, respecto a temas muy diversos, puesto que él no quiere que nada le sea ajeno, como quería el poeta latino, la novela defiende un punto de vista ético y humanista sobre la conquista de los pueblos de lo que hoy llamamos América y que no es un precisamente un canto épico a las hazañas de los conquistadores que a punta de espada y máxima crueldad destruyeron para siempre centenares de pueblos y culturas, en un hecho que aún hoy muchos celebran y buscan profundizar colaborando en la destrucción y exterminio de quienes después de quinientos años aún conservan la fuerza para sobrevivir manteniendo vivas sus culturas, su organización y actuantes sus múltiples saberes.
La novela de Montoya siembra una esperanza al respecto, puesto que muestra cómo aún en ese tiempo terrible, de feroces luchas religiosas, de ambiciones y codicia, en la que las bandas de los conquistadores destruían un continente, bendecidas y amparadas en sus inconmovibles convicciones religiosas, que en el mundo de hoy despreciamos, tememos y condenamos como fundamentalistas, también se alzaron voces disidentes, voces de condena, personas sensibles y lúcidas que denunciaron y repudiaron los hechos.
Es a la visión de esos artistas –y en ello hay una idea del propósito del arte- a la que Montoya dedica su esfuerzo, la que él quiere actualizar para nosotros, recordándonos que en esa Europa que atacó y expolió al mundo entero también había hombres con conciencia, personas capaces de reconocer la humanidad del otro, que se opusieron con las escasas fuerzas de su arte a las fuerzas de la destrucción. Tales eran Jacques Le Moyne, François Dubois y Theodore De Bry.