Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero. Con ese nombre barroco y cargado de religión fue bautizado uno de los tantos personajes creados por Gabriel García Márquez. De origen español, ejerce funciones de bibliotecario del obispo de la ciudad de Cartagena de Indias. Su pasión por la lectura le es característica, casi heredada de su pretendida descendencia del mismo Garcilaso de la Vega. Cayetano Alcino es lector asiduo y disciplinado, y por ello ha sido formado para acceder algún día al cargo de bibliotecario en Roma, en la conocida y reputada biblioteca vaticana, según nos lo hace saber Del amor y otros demonios, texto al que pertenece el personaje en cuestión.
La vida de este hombre, quien además es religioso y sacerdote de profesión, se pasa entre libros. Lee.
La gran coyuntura de su vida, o por lo menos aquella a la que está consagrada la novela de García Márquez, es la de verse enamorado de una niña cuyos cabellos y, en general, cuya belleza lo cautiva. Él tiene 36 años. Ella, Sierva María de los Ángeles, bordea los 12 años. La coyuntura, para Cayetano Alcino, no es solamente su amorío con la niña, a la cual por cierto debía exorcizar. Tampoco lo es el hecho de dejar sus sueños de trabajar en la biblioteca vaticana, ni siquiera su oficio de cura. El dilema por el que atraviesa se cifra en clave de escritura. El lector apasionado debe ahora escribir. El autor de esta novela, publicada hace ya 25 años, nos plantea un verdadera encrucijada al respecto, pues si de una parte habla de las mentiras que proliferan en boca de Sierva María, todas ellas objeto de narraciones orales, por otra parte establece la transparencia de la escritura como condición ineludible para la poesía. Por ello, la niña tal vez no lograría ser poeta de calidades, como lo hubiera sospechado su padre, el Marqués de Casalduero.
La lectura, tanto en Cayetano como en cualquier otro lector, es un ejercicio de aprendizaje, de ocio y de entretenimiento. Es un placer que se disfruta letra a letra. La escritura, a pesar de parecer de la misma naturaleza, no lo es. Nos engañan los ojos al presentárnoslo así. Escribir puede ser placentero, pero también puede representar un cierto sacrificio, más aún cuando se trata de plasmar la vida misma. Por ello, la vida apacible y organizada del fraile cuya vida tratamos ahora se torna en una turbulencia existencial que le cambia todos sus horizontes: ya no es el lector empedernido encerrado en su biblioteca, actitud que le ha creado una torpeza para entenderse con las mujeres. Ahora se ve abocado a ser escritor de su historia, una historia que él debe escribir con más transparencia que nunca. Ya lo dice Abrenuncio, el médico: "Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía".
Dar el paso de ser lector, que sea de piezas escritas o de la vida misma, hacia la dirección del escritor no es fácil. No es evidente. No es natural. Sin embargo, es muchas veces necesaria. Significa salir de la comodidad de la biblioteca, de la relación monógama con los textos. Significa dejar de consumir, para empezar a producir. Ya no se es crítico, sino criticado. Pero sobre todo, se deja la comodidad de la selección a la carta de lo que se lee, para volverse uno mismo en el texto que ahora otros leen, con todo el precio que por ello hay que pagar.