Ante cada avance de la civilidad, ante cada logro del espíritu individual, la Iglesia católica responde mostrando uñas y dientes.
El último capítulo de esta pataleta sin fin ha ocurrido esta semana, luego de que el ministro de Salud estampara su firma en el documento que reglamenta la sentencia de la Corte Constitucional que garantiza el derecho a una muerte digna a los colombianos que así lo deseen.
La reacción, aún para la Iglesia, ha sido desproporcionada y tragicómica: en la voz del presidente de la Comisión de Vida de la Conferencia Episcopal, Juan Vicente Córdoba, la institución católica amenazó con cerrar los hospitales que regenta antes de aplicar la eutanasia a un solo paciente.
¡Qué sufran montones, antes de aliviar el sufrimiento de uno solo! ¡Un elocuente ejemplo de amor cristiano!
Y un elocuente ejemplo de algo más: de la alarmante sordera que aqueja a la jerarquía católica y a muchísimos de los creyentes, porque no existe otra explicación que un profundísimo defecto auditivo para el evidente hecho de que la Iglesia sigue escuchando palabras trocadas cada vez que se habla de los derechos individuales.
Ante la reglamentación del aborto, cuando se dice “las mujeres que deseen interrumpir su embarazo bajo ciertas circunstancias, podrán hacerlo”, la Iglesia parece escuchar “todas las mujeres deberán abortar”.
Cuando se dice “se debe reglamentar la unión entre parejas del mismo sexo” la Iglesia escucha “hagámonos todos homosexuales y programemos una orgía”.
Cuando se propone “ofrecer un soporte humanitario a quien sufra una enfermedad terminal y desee acabar con su sufrimiento”, los jerarcas desde sus mullidos sillones de terciopelo escuchan “hay que matar a todos los enfermos graves”.
Sorda está la Iglesia. Y ciega. Ciega de una prepotencia desde la que despotrica aterrada ante la posibilidad de que su rebaño se disgregue. Enceguecida por su odio a todo lo que signifique libertad individual.
Los médicos creyentes que no deseen aplicar la eutanasia podrán siempre ampararse en la objeción de conciencia. Es su derecho y la Iglesia lo sabe. Pero en realidad no acude a esa salida legal y lógica porque la situación del paciente terminal le importa un bledo y porque lo que realmente le aterroriza es perder el dominio sobre esa parcela que apuntala su poder: el miedo a la muerte que habita en los seres humanos.
Un hombre que dice “no temo morir” es un hombre sobre el que la Iglesia pierde todo su poder coercitivo.
Un hombre que dice “yo decido el momento de mi muerte” es un hombre al que no se puede amenazar con la muerte misma y sus “consecuencias en el más allá”.
La Iglesia prefiere el sufrimiento de miles antes que aliviar el sufrimiento de uno solo con la eutanasia. Y es comprensible: el derecho a la eutanasia es el más catastrófico de los escenarios para una institución que ha construido su poder manipulando el miedo a la muerte.