Una historia en 25 mil lunes

Una historia en 25 mil lunes

Crecer en medio de los paisajes colombianos, sus costumbres y cotidianidad de sus problemas foja carácteres con mucho ímpetu, conscientes y resilientes

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
julio 21, 2022
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Una historia en 25 mil lunes
Foto: Alcaldía El Bagre, Antioquia

De pequeño me atraían dos palabras: Lunes y octubre. Pero a mi corta edad no sabía lo que significaban hasta que me explicaron que la una designaba un día de la semana y la otra un mes del año. Más tarde, cuando empecé a tener uso de razón cambié a octubre por julio por una causa noble: fue el de mi nacimiento. El lunes lo dejé así.

Luego adopté El Bagre como otra de mis favoritas porque fue el pueblo que me recibió cuando llegué a este mundo en una pieza de un inquilinato que es hoy un próspero negocio de venta de materiales para la construcción. Es ese que está al lado del que antes era el parque principal, que por un tiempo se llamó de “Las Madres”, como homenaje a nuestras progenitoras. Era una dama de cemento blanco que le brindaba protección a un niño de cabellos rizados que tenía a sus pies. Fue allí donde estrené mis primeras lágrimas de alegría aquel glorioso lunes 16 de julio, día de la santa patrona la Virgen del Carmen y eso me marcó la vida para siempre.

Minutos después del alumbramiento, unas vecinas asaltaron la buena fe de mi mamá y me arrebataron de sus brazos para zambullirme en el agua fría de una palangana para luego devolverme a mi estado natural, ya vestido y arreglado como para una fiesta, en medio de los gritos frenéticos y los aplausos entusiastas de aquellas mujeres mientras me bamboleaban por el aire. En la calle, mientras tanto, había un bullicio ensordecedor y el tronar intenso de la pólvora que muchos asociaron con lo que ocurría en el callejón cercano, y era el nacimiento de la primera criatura en un sitio en el que años más tarde se instaló un negocio con el pomposo nombre de “Grill Claro de Luna”.

Hoy, cuando han transcurrido algo más de veinticinco mil lunes y un número superior a los 58 julios, es el momento de recordar algunas cosas antes de que se pierdan para siempre en el basurero universal de la desmemoria.

Durante todo este tiempo y por la gracia de Dios he pasado por muchas verdes y otras maduras que es a la larga lo que significa vivir. De vez en cuando sorprendo a uno que otro amigo con la pregunta de cuál es el recuerdo más vivo que guardan de su niñez y son muy pocos los que logran llegar más allá de los seis años. Por el contrario, y sin querer ser el Funes memorioso, ese magistral personaje de Jorge Luis Borges, les digo que en mi caso hay dos y se los cuento.

Uno de ellos tiene que ver con el día en que me salvé de recibir un bastonazo en la cabeza descargado por la Gigantona, un esperpento de mujer de más de dos metros y medio de estatura que sacaban a las calles en las fiestas patronales, con su faldón y sus mechas alborotadas, junto con el parapeto de la Vaca Loca y su rabo en llamas. Esa noche conté con la suerte de ser empujado a tiempo por mi ángel de la guarda mi dulce compañía, con lo que evité que el tolete de madera me diera en la sien y en cambio me pasó rozando la frente y todavía me parece sentir el vientecillo que me espelucó de una manera que cuando recibió en su casa al atribulado hijo, aquella madre apenas alcanzó a decir: “¡Carajo, muchacho, de dónde vienes que pareces que hubieras visto al diablo!”.

El otro fue cuando la recién conformada Banda 19 de marzo de Laguneta, Córdoba, dirigida por el maestro Miguel Emiro Naranjo Montes interpretaba un porro en el atrio de la iglesia, de la cual éramos vecinos y me veo a mi mismo metido entre el tipo que soplaba el bombardino, un señor que tenía una nariz como hecha a las carreras y el que le daba con una porra al tambor mayor en medio de guapirreos y silbidos como si fueran los pájaros en la selva.

Ambos hechos ocurrieron cuando este pechito no había traspasado el límite de los cinco años de edad. De suerte que me puedo declarar como uno de los pocos sobrevivientes de los festejos de mi pueblo, los mismos que desaparecieron para darle espacio a otros de la llamada modernidad.

Días después, mi papá me explicó que esos tipos hacían la bulla para las corralejas con unos trombones, trompetas, platillos y el redoblante, que era el instrumento de mi gusto porque era el que le marcaba el ritmo a la melodía, hasta que llegó un amigo de nombre Roberto Álvarez que hizo trizas los cueros del instrumento y más nunca se lo volvieron a prestar.-

Recogí los nombres de estos señores para estas historias y aquí están: Próculo José Urango Bustamante, Rosendo Urango Lora, Emigdio Lobo Arrieta, Milberto Aguilar, Taracio Manuel Castaño Vertel, y Bernardino Mejía Regino, todos ellos algunas vez llegaron a la casa buscando el cucayo en los peroles de la cocina.

A veces, en esos encuentros de viejos amigos, me piden recordar detalles que me hayan despertado la curiosidad en los lejanos tiempos escolares, y recuerdo muy bien a un profesor que dictaba una especie de catequesis que nos hizo aprender de memoria la siguiente parrafada sobre quiénes habían ocupado las tierras en el antiguo testamento. Son ellos, en su orden, los cananeos, los hititas, los jebuscos, los peritizos, los amorreos, amenorreos, piorreos, hemorroideos, amalecitas, moabitas, ammonitas y los filisteos que juntos armaban unos tropeles de Dios es padre hasta que llegaron los fenicios y le pusieron orden al comercio universal.

Y ya que hablamos del comercio y sus similares, otra de las imágenes que se me atraviesan es la de un niño de apenas nueve años de edad que salía por las calles del pueblo con una ponchera en la mano y dentro de ella unos panes recién salidos del horno; unos de sal, otros de dulce; “a diez centavos la unidad y a un peso la docena”.

Para que no hablemos del maltrato y del trabajo infantil, aquella noble señora dueña del negocio no me pagaba de su bolsillo, sino que separaba unos panes que ella decía que eran el “vendaje”, que para nosotros no era el conjunto de vendas que se ponen en determinada parte del cuerpo para sujetarlo, sino que era la parte que le tocaba al vendedor una vez liquidaba el negocio al final de la tarde.

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De allí que esos eran los panes que primero ponía en venta y para no enredarme más tarde en la repartición de las ganancias, aquellas monedas me las echaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Era un pantalón corto, el único que tenía un bolsillo trasero y que era hechura de uno de los sastres que hicieron historia por sus aportes a la moda de aquellas generaciones.

De las cosas curiosas que aún recuerdo de mi papá era que cuando me veía muy peludo – y eso para alguien con el cabello indio como el mío era cuestión de un par de semanas – me decía: “Váyase para el Club a que lo motilen”. Y allá iba a dar con mis mechas y me peluqueaban sin pagar un centavo. Al menos eso creía yo y era que más tarde había un cruce de cuentas entre el carpintero y el peluquero.

Lo mismo me pasó cuando llegué a la edad de usar por derecho propio los pantalones largos que era la única pieza que me hacía subir un eslabón en la escalera para acceder a la juventud, así apenas contara con diez años en mi registro civil. Pasó que tenía que entrar al Liceo y era preciso dejar los cortos y hacerme una persona mayor, al menos de manera postiza.

Esos cortos eran hechos con tela de dril o dacrón, casi siempre de color café con leche para que no se les notara mucho el mugre y diseñados y cortados por las tijeras de un señor de apellido Borja que atendía a su distinguida clientela al frente de la panadería la Medalla de Oro. “No competimos en precios, competimos en calidad”, recuerdo que decía en su propaganda en los almanaques que por cantidades nos surtía el comercio de aquellos años.-

Pero así como el señor Borja era el que surtía a la muchachada de pantalones cortos, en el mercado de la moda teníamos a Emiro Castro y la sastrería de los Barraza, los manda callar en el puro centro de Bijao que parece que hubieran nacido cada uno con las tijeras en el sobaco, las tizas para rayar en la tela, y unas reglas torcidas que después supe que servían para afinar de manera correcta los costados de la cadera y la entrepierna.

Todos ellos al frente de unas máquinas de coser Singer movidas a pedal, una especie de plataforma en donde los sastres ponían sus dos pies y le hacían presión hacia abajo para hacer funcionar el resto del mecanismo. Eran, para decirlo en palabras de hoy, los Christian Dior de la época.

Fue don Emiro Castro, con su negocio de telas en la calle de los Kioscos, el encargado de tomarme las medidas para mi primer pantalón largo, aquel que estrené para la misa de Gallo de una Navidad cuando todavía no sabía bailar.

Pero lo que más me llamó la atención desde el primer día en que comencé a recoger los datos para estas crónicas, fue que un amor me dijo que yo tuve la gracia de haber nacido y haberme criado en un pueblo en donde los grandes inventos de la humanidad, como los carros por ejemplo, no eran de uso corriente y por eso pude conocer las gallinas desde que eran pollitas y no en las neveras de los grandes supermercados.

En su momento no le entendí, pero con el paso de los años y aun cuando mis dos hijos, Sebastián y María José, nacieron en la ciudad, nunca he tratado de jugarme la carta de cambiar mi pueblo ni por un imperio, así esta frase se la haya copiado al gran Adolfo Pacheco Anillo.

Y fue en esos tiempos cuando se empezaron a cocinar las primeras amistades entre los vecinos de calle o compañeros de pupitre en nuestras escuelas a las que asistíamos sin distingos de clase, de credo o religión y de ningún otro requisito que no fuera el deseo de aprender a leer, sumar, restar, dividir y multiplicar, que después ya Dios sabrá qué hacer.

De esos años todavía recuerdo a dos de ellos, a Nazario y a Dago, a los que todavía veo como si no hubiera pasado el tiempo y con quienes, a Dios gracias, no he tenido el primer contratiempo que no se resuelva con un par de tragos. Todavía no sé a quién salí amiguero, pero esa es una condición que me sale al natural a pesar de arrastrar otro de mis pecados veniales como es la timidez que de entrada me hace ver como una persona antipática y repelente.

Para la muestra un botón. A la casa de tablas, la misma que me vio crecer en la orilla del río Nechí, llegaron una tarde dos de esas amistades que el tiempo no ha podido extinguir porque nacieron sin fecha de vencimiento. La visita tenía como pretexto entregarme de manera personal la “cuelga” de mi cumpleaños número 18. Por cosas de la vida estaba por fuera celebrándolos, pero tuvieron la gentileza de dejar el detalle al buen cuidado de mi papá, el que vine a destapar cuatro días después.-

Era un libro que todavía conservo y de cuyo autor me permitiré copiar tan solo un par de renglones porque allí me siento reflejado como si me viera en un espejo. Se trataba de Ana Pino y Juana Elena Figueroa que me sorprendieron con la obra del escritor y periodista Lucas Caballero Calderón, el ilustre columnista que se firmaba con el seudónimo de Klim en las páginas editoriales de los diarios capitalinos El Tiempo y El Espectador.

El regalo, digo, era una obra que desde su título lo decía todo: “Figuras políticas de Colombia”. Un apunte. El genial autor se fue de este mundo el 15 de julio de 1981, mientras nosotros andábamos enfiestados celebrando las vísperas del gran día.

Lo que me copié de ese libro dice así: “Yo he llevado a ratos una existencia bohemia y no he sido ajeno ni a la atracción de las mujeres ni a la alegría del vino, pero en lo fundamental me he mantenido recto. No he faltado a la verdad, he practicado la honradez y he sido fiel a mis ideas, a la tierra que me vio nacer y a los míos”. Literal.

Y como si fuera un invento para esta nota, recuerdo que estaba en la cabina de la emisora Bagre Digital Stéreo de Marco Matías, sobre la Avenida La Juventud, cuando alguien me llamó para entregarme una encomienda que me habían enviado desde Medellín. Era 16 de julio y la sorpresa mayor la encontré en el sobre cuando vi el nombre de la remitente: Marta Ligia Oviedo. Si ella lee estas notas le diré que todavía conservo el detalle porque no he tenido el coraje para tirarlo al olvido. Ni más faltaba.

Ahí están en la puerta mis amigas Chali, que todavía me cobra una dichosa gorra que alguien le arrebató una tarde en un palco en las corralejas; Osiris, la de siempre, la que se ocupó una noche de hacerme llegar un regalo de bodas que todavía se le agradece y Celinda, a la que busco cada vez que tengo dudas de mi pasado y para preguntarle hasta cómo es que se llama ese pedazo de la falda que ellas usaban en el colegio y ella me dijo que era el pliegue.

Pero con el correr de los años se encuentra uno con unas amistades que nacen a puro pulso, construidas sobre las bases de la lealtad y de la confianza mutuas y quisiera mencionar aquí a una de ellas en particular, pero al saber que esta persona comparte conmigo la condición de ser alérgico a la farándula, más bien lo dejo para que aquí se refleje porque sin saberlo o quizá a sabiendas de lo mismo, me patrocina con demasiada generosidad todas estas letras con la condición de que no lo mencione. En otras palabras no sufrimos la enfermedad que trae el “virus vitriniense” del que hacen ostentación muchos de nuestros compatriotas.

Bueno, pero no se me puede olvidar de dónde vengo para saber en dónde estoy. Mi padre Eulogio José nació el viernes 6 de julio del año 1928, el mismo en el que ocurrió la triste y dolorosa tragedia que se conoce como la Masacre de las bananeras, cuando un número indeterminado de trabajadores que prestaban sus servicios a la empresa gringa United Fruit Company, fueron vilmente acribillados por las balas oficiales del ejército de Colombia acusados de buscar mejores condiciones laborales.

Nunca se supo la cifra de los muertos que dejó el atropello en los tiempos cuando era presidente de la República el conservador Miguel Abadía Méndez. Eso fue en el municipio de Ciénaga, Magdalena, el 5 y el 6 de diciembre, la historia así lo dice.

Pues bien, él nació en el puerto de El Banco, el mismo departamento que sufrió la tragedia, una de las tantas que vería en su larga vida hasta que lo atacó a mansalva y sobre seguro un paro cardíaco mientras miraba por la televisión las noticias de las siete de la noche del lunes 19 de septiembre de 1994, con sus 66 años bien vividos y 94 si estuviera todavía por estos lados. De él heredé su amor por las ideas liberales, pero no logré contagiarme a fondo de su admiración por el caudillo de ese partido político, Jorge Eliécer Gaitán Ayala, a quien como ya es sabido por más de medio mundo, fue blanco de  unos balazos que lo llevaron a la muerte el viernes nueve de abril de 1948.

Con el estallido de la llamada Violencia, palabra que usan algunos historiadores para enmascarar la lucha fratricida entre los pobres liberales contra los pobres conservadores; azuzados por los ricos liberales y los ricos conservadores, que en el mejor de los casos nos dejó un reguero de más de 300 mil muertos, vino a dar a El Bagre de la mano de su esposa, la señora Marlene Payares, a quien conoció en Magangué a pesar de haber nacido en Barbosa, un corregimiento de ese puerto a orillas del Gran Río de la Magdalena. Acá llegaron con sus primeros cinco hijos, el menor de apenas seis años llamado Javier de Jesús.

Pero no vino solo. Trajo unas costumbres y unas tías de las que me acuerdo la más alegre de todas. Se llamaba Teresa y era la reina de la cumbia en las corralejas y fue famosa en las fiestas en Cuturú y sus alrededores. A veces cuando escucho un tambor sé de dónde vienen las vainas para seguir el ritmo con los pies. Las cosas no venían solas porque hace poco un señor, mi tío Oscar, me contó que mi papá los hacía ponerse de rodillas par empezar la jornada laboral con un trago de aguardiente y la fe puesta en el espíritu santo. De allá venimos.

Conté con la suerte de haber sido el primero que nació en El Bagre y gocé por varios años el privilegio de ser el niño de la casa, nunca el consentido, hasta que la familia se agrandó con la llegada de Jhonnys Arturo y Beatriz Elena. Fuimos en total ocho y seguimos siete en la lidia por la partida de Luis Carlos el mayor. Ahí están José Esteban, Rosalba, Omar de Jesús, Javier de Jesús, el suscrito y los menores ya mencionados.

Fui uno de los tantos alumnos que padeció los cocotazos inmisericordes que nos propinaba el profesor Pedro Orozco, el famoso “Viejo Pedro” en la escuela en donde hice mis cinco años de primaria, la Simón Bolívar y tampoco olvido sus castigos irracionales, como ponerlo a una a dar vueltas en redondo mientras apoyaba el dedo índice en un hueco en el suelo. O de hacer arrodillar en unas piedras a los últimos de la clase que el llamaba en su particular acento “Los robagallinas de Cornaliza”.

No sé si fue por el terror a los castigos o el interés que mostraba la maestra por enseñarnos geografía con sus mapas y sus ríos nacidos en la Hoya de no sé dónde y en el Macizo colombiano, que me libré de muchas de esas penalidades. A todos ellos les debo lo poco que soy y si he logrado sostenerme hasta ahora es gracias a la curia y dedicación que muchos de ellos pusieron en tantas horas de clases para lograr formarme como persona y tener como meta hacer sólo lo que me gusta y tratar de hacerlo bien.

Una vez, y no se la razón por la cual estaba en esa ciudad, escuché una canción vallenata que desde ese mismo día se convirtió en una especie de bandera que pongo bien arriba cada vez que siento dolor en el alma. La ciudad es Barranquilla en los finales de 1979 y todavía no tengo bien claro que carajos estaba yo haciendo por allá, pero lo cierto es que desde que la oí se me pegó al extremo de aprendérmela con apenas escucharla un par de veces. Se llama “Noche sin luceros” de autoría del villanuevero Rosendo Romero Ospino y grabada a mediados de 1976 por Jorge Oñate como cantante y el acordeón de Nicolás Elías Mendoza.-

Invitado por un compañero de clases de la Universidad de Antioquia, Dagoberto Coneo, fui un día viernes a la Emisora Cultural en la Plazuela de San Ignacio, para ver en vivo el programa dirigido por Marina Quintero “Una Voz y un Acordeón” y allí apenas tuve la oportunidad de dar la hora porque esa gente sabía demasiado de lo que hablaba.

Allí me llamaron al orden y me explicaron que las letras de esa canción se habían ganado el respeto por la maestría con la que fueron construidas y además era la muestra palpable de los profundos conocimientos que en materia de métrica y poesía había desplegado su autor. No fue que de sopetón se le ocurrió escribirla, no señor.

Es por eso que los catedráticos dicen que es una pieza perfecta –así suene a exageración– tanto en su forma como en su fondo y me explicaron que allí hacen presencia el manejo de los metros largos, esos de 13 y 15 sílabas, acompañados de su acentos rítmicos bien marcados.

Para no alargar más el cuento esa composición dice así: “Quiero morirme como mueren los inviernos / bajo el silencio de una noche veraniega, / quiero morirme como se muere mi pueblo / serenamente sin quejarme de esta pena”. De entrada los versos permiten apreciar el uso reiterado de recursos poéticos para embellecer la expresión, los mismos que utilizan los grandes literatos para atrapar la liebre que es un buen lector.

Para apreciar a fondo vamos a la siguiente estrofa: “Quiero el sepulcro de una noche sin luceros / luego resucitar para una luna parrandera. / Quiero morirme bajo el beso de una novia / y en cada verso de un paseo villanuevero”.

La clave es el uso reiterado de la palabra “Quiero”, para identificar la composición que si uno le sigue el rastro dice más adelante: “Quiero robarles los minutos a las horas / pa que mis padres nunca se me pongan viejos / Quiero espantar la mirla por la media noche / y remplazar su nido por un gajo de luceros.

Quiero a mi novia casi una niña flaquita y tierna / muy sencillita y del alma buena / con su expresión soñadora. / Quiero lo dulce de cañaverales / la fruta madura y un río musical / ¡Ay! para endulzar lo amargo de esta pena, / ahogando el sufrimiento de este mal”.

Y qué tal esta: “Si me enamoro me verán entristecido / Porque mi suerte, tiene alma de papel / Me ponen triste tantos sueños ya perdidos / amores buenos que murieron el nacer / Cuántas promesas se orillan en el camino / Se fueron lisonjeras, y hoy las quiero como ayer”. “Quiero escuchar la melodía de aquel canario, / que en un descuido se ha escapado de su jaula / el canta alegre sin embargo solitario, / bajo la sombra de un manguito en la sabana / Quiero partirle el corazón a los guayabos, / al filo de una pena que me duele aquí en el alma”.

Por eso y desde lo más profundo de mi sentimiento es que siempre me hago la siguiente pregunta: ¿Cómo supo ese carajo que lo que dice en esa letra vallenata me acaba de pasar a mí? Ese es otro de los misterios por esclarecer, y no me voy a poner en esa tarea, menos ahora a palo seco en este sábado de Gloria del 16 de julio del 2022.

Y para que no se me califique como una persona desagradecida, sobre todo en la fecha que hoy nos convoca, recuerdo que hace unas pocas semanas tuve la gentileza de avisarle a un ser muy especial que estaba dedicado a revisar unas hojas en donde tenía unos escritos que había comenzado a redactar desde hacía unos años atrás para dármelos como regalo en mi cumpleaños. Esto hace parte de un ritual que repito año a año, y sin esperar ningún regalo de parte de nadie para que no se molesten y celebrarlo a mi soberana manera con las canciones escogidas para tan poderosa ocasión porque de lo que se trata es de celebrar un hecho muy importante: estar vivo. Porque yo vine a vivir, no a durar.

A vuelta de correo esto fue lo que me mandó aquella persona y la recibí a modo de las tarjetas postales que uno compraba en las papelerías cada vez que había una fecha especial como un cumpleaños, un nacimiento, un grado o por agradar a la muchacha que se había puesto brava y uno le llegaba con las de “Amor es...”, y que en El Bagre las conseguía en la miscelánea que por años atendió doña Lucía en un local de esquina que fue un símbolo para los que hacíamos los mandados.

“Ves rápido, en bombas, a la tienda del Pollo y me traes una papeleta de café puro almendra tropical, media de azúcar, un par de velas y pides de ñapa dos bolas de tamarindo, pero ándate”, recuerdo que me decía mi mamá.

Pues bien, no vino la esperada tarjeta sino que me tocó abrir el dichoso correo electrónico y observar con alegría la columna de No leídos y el nombre de la remitente. Hice lo que me decía el ordenador y le conté varias veces las 18 palabras de tan sencillo mensaje y entiendo que así lo haya visto en otras partes, es una pena no compartirlo ahora con ustedes.

“Carmelo, recuerda que tenemos dos vidas y la segunda comienza cuando te das cuenta que sólo tienes una”.

Coletilla:

Para quienes todavía no saben quien es “Funes el memorioso” les cuento que es el personaje central de un relato de Jorge Luis Borges publicado en el año 1944, en donde su autor relata la historia de Ireneo Funes, un gaucho nacido en Uruguay que por un accidente con un caballo quedó tullido para siempre, pero agradecido porque con el golpe la Providencia le regaló la virtud de poder recordarlo todo.

Sin embargo, y a pesar de que solía decir con orgullo y jactancia que “más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”, pero jamás fue capaz de hacer algo todavía más importante: Pensar.

Leánlo y verán.

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