Es muy común escucharlos cantando en cualquier esquina del parque principal de La Ceja, Antioquia. Coincidieron en los sombreros, también en la música y desde los últimos seis años en el amor. El nombre de ella es María Ernestina Gallego y el de él Juan Gonzáles Ramírez Soto –lo que parece indicar que en la vida tuvo dos mamás– los dos procedentes del municipio de Abejorral.
Al preguntarles ¿cuándo viajaron?, respondieron de inmediato, como el coro de una orquesta sinfónica: “desde antier”. No se quedan mucho en La Ceja, pues el amor lo conocieron en Abejorral, su tierrita. Cada veinte días se suben en un bus azul marcado con las letras de “Trans Unidos”, tan unidos como ellos dos, pues en el viaje no se sueltan de la mano.
Cumplen como un asalariado un horario de ocho horas: 8:00 a.m. a 5:00 p.m. A veces los horarios disminuyen a seis, o cinco, todo depende del día y de que a las nubes no les dé por llorar. En La Ceja tienen un nieto en donde se hospedan. Con malicia, diciendo una cifra que parece no evidente –pues el tazón de color amarillo en donde recogen el producido del día solo contiene diez monedas de doscientos, y un papel que tiene impreso el rostro de Gaitán– María Ernestina me hace creer que cada día se ganan cien mil pesos.
Sus canciones son variadas, pueden ser cantadas al frente de la casa de una futura esposa, o en la morgue; todo depende de la ocasión. Por eso decidí preguntarle a Juan, por algunos de los títulos más cantados y pedidos por la audiencia que los escucha –por lo general los viejitos que salen de la misa de 12:00 p.m. de la Basílica Menor Nuestra Señora del Carmen.
– Don Juan, ¿cuáles son los nombres de las canciones que más tocan?
– Emmmm… emmmm… emmmm… –Su voz tiene cierto parecido con el sonido que produce un motor de volqueta de los años ochenta al ser revolucionado.
– ¿No se acuerda?... no hay problema, tranquilo.
– Sí. Yo sí me acuerdo. –Él miró hacia el cielo buscando la lista de reproducción, como la busca YouTube en la nube de internet cada vez que una persona tiene sentimientos de despecho, alegría, del comercial que promociona la última camioneta o del pollito pio y de cuanta pendejada nos consuma de una manera discreta la vida. Después de veinte palpitaciones de su corazón, y cuatro choques de las campanas de la iglesia, las canciones comenzaron a ser dictadas; como un maestro de colegio cuando llama a la lista preguntando por la presencia de cada uno de sus alumnos.
– Corazón prisionero, qué pena, trio de la ausencia, ¿por qué te encontré en mi camino?... –Dirigió su mirada enamorada hacia el rostro de Ernestina, pero no fue correspondida, ella miraba atenta el reloj de la iglesia– y penas amargas.
Todo el día cantan sin parar. Muchas veces sin desayunar ni almorzar. A las canciones las acompaña el hambre, pero también un amor que es incalculable y evidente. Son las 11:00 a.m., es lo que dice el reloj de la cúpula de la basílica y apenas han podido probar cada uno de a café con leche. A los dos les pregunto por lo que cinco segundos atrás anoté en mi libreta:
– ¿No se cansan mucho de cantar todo el día?
– No. Responde María.
– No. Replica Juan, sin necesidad.
– ¿Llegan muy roncos a la casa?
– Hay veces. –Dice María. Acompañando su respuesta de una risa contagiosa.
– Ja, ja, ja, ja, ja.
Ni María ni Juan antes se habían casado. María, en su vida solo había conocido un novio que sin querer ni despedirse de ella se murió. –Aparentemente a Juan la anterior pregunta lo incomodó, por eso decide rasgar con sus dedos las cuerdas de la guitarra y así romper con el silencio de cementerio que visita nuestra conversación. Me hace saber que también tuvo novias, pero sin suerte de encontrar a eso que los jóvenes buscan y llaman: “el amor de la vida”.
– Me perdona que le diga… yo me conseguía por ahí mujeres, unas pintas de mujeres; bonitas. Todas las que encontré iban por la plata, por la maldita plata. Decían: “yo puedo estar con usté, pero si tiene plata”. Una persona que le diga eso a usté en esta vida, sepa usté, que no está por nada.
Yo, y de seguro muchos de los que leerán estas palabras, se sentirán identificados al creer que el supuesto ‘amor de la vida’ solo se consigue en los años mozos y no cuando uno ya tiene más de treinta arrugas, ochenta años y un millón de canas. María es la primera novia seria que tiene Juan y Juan el segundo de María.
Las maracas –instrumento de María– fueron compradas en la tienda “Camilito”, bastante reconocida en La Ceja. Dice un precio que me deja asombrado, y según mis malos cálculos matemáticos a tal cifra se le debe de restar dos de los ceros que la componen:
– Ciento veinte mil pesos.
– ¿Ciento veinte mil pesos?
– Sí.
– ¿No eran mil doscientos pesos?
– No.
Puede que el iva haya afectado el valor de los productos, pero tal precio pagado por unas maracas es descarado. La guitarra a don Juan se la regalaron hace un año. Como si yo fuera el director de una orquesta, él, al escuchar el nombre de guitarra gesticulado por mis labios, la rasga de nuevo y exclama:
– En total tengo tres.
– ¿Tres guitarras?
– Sí. Dos acá en La Ceja y una más en Abejorral.
– ¿Hace mucho que toca guitarra?
– Sí. –Responde el hombre de manera cortante. El sonido del cementerio regresa de nuevo a visitar la conversación.
Doña Ernestina, agrega de manera formal un dato que no había sido dado. Respondiendo con el número de cuerdas, como si fuera el número de años que don Juan lleva tocando guitarra:
– Desde que tenía una sola cuerda. –Seguido de su risa, melodiosa como la de una niña, una niña que sin miedo se acerca a los ochenta años.
– ¿Rasga muy duro usted las cuerdas, don Juan?
– No. Es que algunas se revientan por la edad.
No había conocido una técnica similar de parte de otro guitarrista de los tantos experimentados que conozco. Él se imponía ante la enfermedad, ayudado por el mal de Parkinson que lo agobiaba. Sin preguntarle dijo:
– Yo aprendí a tocar viento. –Fue lo que mis oídos entendieron.
– ¿Viento?
– Viento. –Volvieron a escuchar mis oídos de nuevo.
– ¿Qué tocaba usted de viento?
– ¡No, viento no, viendo, viendo! –Acercó su mano derecha a su ojo izquierdo, como un buen maestro que le explica a su alumno con plastilina; lo que no puede entender el alumno del maestro por su mala pronunciación en una clase de inglés.