Desde el inexistente horizonte que llaman centro del país pensante y de opinión, a los sabaneros del Caribe colombiano se nos mira —a veces— como una sociedad que convive con un pie en el atraso y otro en la “modernidad”, incluso, quizás con cierta curiosidad de turista por Internet; nos comparan con alguna tribu exótica y sobreviviente en un remoto sitio del planeta. Eso en el caso de una relativa benevolencia desprevenida, porque lo más reciente nos acusa con largas razones, de la barbarie paramilitar y guerrillera que recreamos con las masacres en los Montes de María y el alto Sinú.
La cereza en el pastel tiene nombre propio y vernáculo en estos días —y no hablo de los aspirantes al Congreso con pasado cuestionado o vínculos non sancto— sino de una “expresión cultural” que retoma elementos propios de nuestra rancia formación social y de las primeras formas de acumulación originaria de capital en las sabanas del Caribe: las fiestas en corralejas.
¿Deben permanecer o se deben prohibir? ¿Un debate que solo a nosotros nos importa o que también merece la atención del otro país?
Una versión minimalista de qué es una fiesta en corraleja debería comenzar así: no puede llamarse fiesta a una celebración que comienza con el sacrificio simultáneo de tres bestias en un mismo escenario; toro bravo, caballo y hombre; de los tres, el último se jacta de ser consciente de la bestialidad que comete y por ello, construye un circo de madera a la usanza de la Roma Imperial o la España decimonónica y organiza un festín con aires de porros y fandangos, tragos de licor de todos los niveles sociales y una economía del rebusque cercana a la sociedad feudal.
Una versión hedonista de la fiesta en corraleja debería incluir el siguiente discurso: tradición cultural de las sabanas en donde se expone la bravura de toros de casta criados por los mejores ganaderos de la región (léase ahora políticos exitosos) y expuestos de manera concertada entre manteros, banderilleros y garrocheros (pagados por el mismo dueño de los toros o de los empresarios que la organizan) para divertimiento estratificado de una heterogénea masa de plebeyos, campesinos y mototaxistas.
Lo cierto es que entre los defensores y detractores hay una especie de validación mutua por lo existencial y verdadero de sus posturas: los primeros, en apego a la tradición cultural (venerada desde lo único) y a los cantos de sirena del jugoso negocio que representa para los ganaderos que aumentan su prestigio, los políticos su mejor vitrina para exhibirse ante la masa inconsciente de electores ebrios de ignorancia, las autoridades (hay alcaldes ganaderos que coronan sus idearios feudales de autoridad con la financiación de las fiestas en corralejas), los empresarios (esos sí no son premodernos) que mueven y multiplican el capital y el pueblo raso que se reivindica con su condición de idiota útil y contento dentro de sus razones por merecer tamaño festejo. En las sabanas del Caribe colombiano muchos pueblos pequeños muestran con orgullo antes sus vecinos de la comarca, la fiesta en corraleja como símbolo de progreso y notoriedad.
Los detractores de la fiesta en corraleja acuden a toda clase de términos para denigrar de su existencia. Premodernidad, atraso, costumbres vergonzantes, maltrato animal, explotación inmisericorde de peones y jornaleros. Los académicos porque la sienten como un rezago cultural impropio de estos tiempos de sujetos de derechos; los intelectuales porque tiene siempre algo que decir o se supone que son ellos los que deberían condenarlas; los defensores de animales porque entonces no serían defensores de animales; el ciudadano de a pie dividido en sus opiniones; y los periodistas regionales que no entienden si condenarlas o dejar de recibir la gracia mensual o periódica de los hombres de negocios de la bolsa ganadera regional.
Ambos se nutren de sus posiciones y esperan imponer a toda costa sus visiones mezquinas. Mientras, la fiesta en corraleja sigue su curso como circo de la vergüenza frente a un país y una sociedad global que nos reduce a un mero tabú que hay que conservar para que el resto del mundo se sienta civilizado a nuestra costa. El verdadero salto hacia la modernidad no se logra con prohibirlas o mantenerlas, antes hay que llevar educación, infraestructura, salud pública, desarrollo rural y empleo productivo; menos mototaxis, menos corrupción a cambio de más oportunidades de acceso a quienes toda la vida han estado “por fuera de la corraleja del bienestar”, ellos, se han conformado con mirar los toros desde más allá del redondel de madera y caña brava, soportan —como en las tardes de toros— todo lo que la gente de arriba les tira encima: orines, esputos y basuras, sin derecho a reclamar un minuto de dignidad en medio de la fiesta de la vida que les tocó.
Coda: lo único que le agradezco a la fiesta en corraleja es haber sido la inspiración de ese maravilloso porro del maestro Rubén Darío Salcedo que lleva ese mismo nombre. Nada más. Lo otro, es solo un amargo recuerdo cuando 33 años atrás escuché en el claroscuro de la tarde y por las emisoras locales, el nombre de mi abuelo Toyo Chávez como uno de los primeros muertos de la tragedia del 20 de enero en Sincelejo.