En el barrio de invasión 9 de agosto de Tierralta, Córdoba, ya nadie habla de María del Pilar Hurtado, quizá por temor o porque como ocurre con muchos incidentes que nos causan dolor, su recordación se va desdibujando con el paso del tiempo.
Su caso no es el único. Es el mismo de infinidad de hombres y mujeres que cayeron bajo las balas de no se sabe quién, ordenadas no sabe por qué determinador y se desconoce, por supuesto, cuándo y por qué.
Murieron violentamente y, tras su deceso, las noticias del día a día que se superponen y se convierten en una concatenación de titulares en los portales digitales, los noticiarios de televisión y de los periódicos, y condenan al olvido a aquellos cuyos rostros parece que se disolvieran y para rememorarlos físicamente, hay que ir a las fotografías que todavía se conservan en los álbumes.
“Aquí estaba cuando hizo la primera comunión, no teníamos sino para una tortica, pero, la pasamos muy contentos; en éste, cuadro se graduó del colegio; por este lado, cuando estaba acompañado por amigos del trabajo…”, explica aquél que se resiste a que la memoria de su familiar quede sepultada en el ayer. Por eso conserva las imágenes, como si fueran un tesoro.
Sol Navia Ramírez, la madre de un sindicalista con quien compartí lides en las calles, con pancartas y consignas, inicialmente en las pedreas estudiantiles del Colegio Eustaquio Palacios de Cali, y luego en las marchas del primero de mayo, me dijo: “Para mí, él no ha muerto. Incluso, lo recuerdo cuando estaba cursando sus primeros años de escuela. Es como si nunca hubiese crecido y, claro, como si nunca lo hubieran asesinado. A veces, cuando abro la puerta hacia el patio, me parece verlo jugando allí, con esa sonrisa inocente.”.
Para que los líderes sociales no caigan en el olvido, el 26 de julio los colombianos estamos llamados a ocupar calles y plazas.
Es una forma de decir, pacíficamente, que deseamos el cese de los crímenes que ahondan las heridas de una nación que ansía pasar la página de cincuenta años de enfrentamientos.
Es un deber moral, porque estamos llamados a legarle a nuestros hijos y nietos un país en donde lo mínimo que prevalezca sea la tolerancia; en donde las diferencias sociales, políticas y religiosas no marquen fronteras invisibles que inciten a imponer la verdad con violencia, y a sembrar de cruces los cementerios, ante la mirada impotente de familiares que riegan la tierra con lágrimas de desesperanza.
Es un compromiso con Colombia, donde las cifras del asesinato sistemático de líderes sociales, son impresionantes.
Los crímenes se han tornado tan recurrentes, que pasan a convertirse en estadísticas frías, noticias rutinarias que parecieran no conmover a un país que avanza a pasos agigantados hacia una nueva polarización.
Desde enero de 2016 hasta la fecha se han registrado 872 asesinatos relacionados con el posconflicto: 702 líderes sociales y defensoras de Derechos humanos, 135 exguerrilleros de las Farc y 35 de sus familiares, incluyendo un bebé de 6 meses.
La movilización de la sociedad civil programada para el 26 de julio, con todo y ser pacífica, debe convertirse en una marcha gigantesca en la que emerjan de los recuerdos los líderes sociales que han muerto, con la certeza de que con cada paso que demos en las calles, sembraremos semillas arraigadas en lo profundo del asfalto para que su memoria nunca muera…