En cualquier ciudad del mundo, una pareja de ancianos septuagenarios, compartía el día a día de una vida que, a pesar de su edad, estaba lejos del ocaso. Su casa, su pequeño hogar, era visitado durante la semana por sus hijos, sus nietos, y por uno que otro amigo que pasaba a tomar café, a conversar de la vida, a intercambiar un par de libros y hablar de los temas de actualidad.
Esta familia feliz salía a caminar por las mañanas, pues gustaban del frescor del día antes de que saliera del todo el sol. De ahí para allá la rutina no variaba mucho, aunque muy pocas veces cansaba; tal vez sea una de las virtudes de ciertas edades en las que la paciencia le da un color más entrañable a la vida. Al volver hacían el desayuno y luego se sentaban a leer el periódico. Tenían un celular, que alguno de sus hijos les regaló para estar más pendiente de ellos. Al comienzo no lo querían, les parecía un objeto innecesario; pero vaya uno a saber las múltiples utilidades que le encontraron semanas después. Disfrutaban de los grupos familiares, de ver a sus hermanos en otras ciudades. Todos, a medida que entramos en años, disfrutamos con cierta compasión y en una que otra con cierta envidia, verle la cara así sea por un medio electrónico, a aquellos conocidos de lugares y tiempos ya lejanos. Así se pasaban la vida, se llegaba la tarde, luego la noche y se dormían como una familia feliz.
Ya hacía un mes que la noticia del coronavirus en China se había hecho recurrente. Hasta que la pandemia llegó a su país, prendiendo poco a poco las alarmas. Un día su hijo tocó a la puerta, se quedó un par de horas. Compartieron el desayuno y acordaron que estaría muy pendiente de ellos. Les traería víveres, aunque ellos ya se habían equipado con lo necesario para dos meses. Pero en menos de una semana el señor empezó a sentirse mal. ¿Quién los contagio? Todo es tan incierto.
Una semana después, nuestros dos ancianos yacían en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) luchando por la vida. En medio del caos una médica (que también hace parte de una familia feliz), ante la insistencia del señor, decidió trasladarlo cerca a su esposa. No sabemos las palabras que se dirigieron, ni cómo se miraron el uno al otro en su mutua agonía, ni quién murió primero... De lo que sí podemos estar seguros es que fue un amor solidario hasta las últimas consecuencias y que eso lo convierte en un amor sin final.
El mundo ha terminado para algunos y para otros está de cabeza. Hay un silencio y todos los sentimos, hay un bloqueo en las gargantas, una especie de conmiseración con nosotros mismos. Esta es una realidad en la que iniciamos como espectadores esporádicos y lejanos, para terminar como el epicentro de los sucesos. Antes hablábamos de los demás, de gente de otras latitudes y océanos, ahora nos vemos casi de forma obligada inmersos en monólogos, en una diaria confusión mental, buscando algo de aire y paz.
A veces quisiéramos creer que esta no es la realidad, que es solo un mal sueño, una pesadilla colectiva, como el insomnio que describe García Márquez. Además nos gustaría creer que nos llegará de repente una visita con la cura para despertarnos. Puede que así sea, mas quienes se han ido no volverán, y todos nosotros a pesar de la tristeza, buscaremos, con ellos en el corazón, ser una familia feliz.
