Estuve en la Cartagena que vende el Hay Festival, uno de los eventos literarios y artísticos más grandes que se hacen en el país. Durante cuatro días recorrí las calles de la ciudad amurallada y Getsemaní, el barrio que alguna vez fue de esclavos y hoy está invadido de hostales y restaurantes para extranjeros. El ambiente en el centro histórico se vivió desde dos perspectivas: aquellos que iban al festival y los que no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo.
Los invitados, estrellas en el mundo artístico, llenaron los escenarios más importantes de la ciudad. Cerca de 50.000 personas asistieron a más de 100 charlas. Sin embargo, por fuera de las murallas, Cartagena no sabía, o no le importaba, que le Hay se estuviera haciendo. Una de mis primeras impresiones fue en el hotel. El dueño, un hombre de voz suave y un caminado tranquilo, me preguntó por qué había llegado a la ciudad. “Vengo a trabajar. Soy periodista y estoy cubriendo el Festival”. Mi respuesta, contrario a lo que me esperaba, lo sorprendió: “¿Y eso ya empezó?”. En ese instante entendí que estaría en una burbuja intelectual que pocas veces logra ir más allá.
Pero también tenía otra expectativa: no conocía Cartagena. Cientos de fotos y comentarios han hecho que pueda imaginarme a La Heroica, pero nunca pensé que sus calles turísticas permanecieran llenas las 24 horas del día. Daba lo mismo caminar a las 11 de la noche o a las 11 de la mañana; ríos y ríos de gente se veían asombradas por la ciudad antigua. Las fachadas, los colores y los balcones, un atractivo siempre maravilloso.
El primer día tuve la oportunidad de escuchar a Víctor Manuel y Ana Belén, esos dos músicos españoles que han marcado varias generaciones. Entrar al Teatro Heredia, con su imponencia blanca, casi enceguecedora con la luz del sol, y sus asientos dispuestos para las voces de los artistas, me recordaron la alegría de quien tiene la oportunidad de vivir el arte. Pero al otro lado de la ciudad, en la Cartagena pobre, el Festival también llegó. No para quedarse, tampoco para expandirse, más bien en un acto marginador, el Hay Festival Comunitario –sí, como si fuera una obra de caridad- llevó algunos de sus invitados para que mostraran su arte. Talentos como los de Haydée Milanés, la hija del famoso cantautor cubano Pablo Milanés, pudieron ser apreciados por las personas del barrio el Pozón, que parece tener “prohibida” la entrada al Teatro Heredia.
Cartagena es una ciudad impactante. Sus murallas hablan por sí solas y conquistan a los visitantes, que sienten que están en otro lugar cuando entran al centro histórico protegido por los muros de batalla. La misma poesía que se leyó y vendió en el Festival no logra compararse a la imagen de una mujer con su atuendo colorido y un platón lleno de frutas sobre la cabeza, sudando y sonriendo para ganarse el pan de cada día. Cartagena, una ciudad de contrastes.
Y en medio del Festival, una charla rompió con el letargo del arte y la literatura: el cambio climático y las energías limpias son una necesidad. Gabrielle Walker, experta en el tema, habló sobre la posibilidad de cambiar nuestra vida, una necesidad que el planeta exige. La energía solar sería perfecta para Cartagena, la Guajira, y casi todos los lugares de la Costa Caribe. No es un sacrificio del Estado, es una obligación, según Walker, transformarnos para no morir en el camino. El daño está hecho, pero todavía se puede reducir su impacto.
Pasaron cuatro días en los que la rutina se transformó para poder escuchar grandes voces que, con humildad y experticia, intentaron dejar alguna reflexión. El Festival en Cartagena terminó y los visitantes volvieron a sus casas. Pero Cartagena se quedó, con lo poco o mucho que pudo ganar, encerrada en sus murallas.