A lo largo y ancho del país vienen operando, con cada día mayor intensidad, poderosísimas bandas criminales, incluyendo las de los narcoterroristas. Lo anterior no es sorpresa para nadie. Lo que si sorprende es que en vez de que el Estado y la sociedad civil coordinen los esfuerzos para acabar con ellas, el gobierno y los medios estén es enfrascados en una discusión bizantina: para el gobierno, se trata de bandas criminales, bacrim; para las Farc y el ELN se trata es de paramilitares; y para la Fiscalía de grupos sediciosos con fines políticos. Pero en realidad, lo que todas estas bandas criminales son es narcotraficantes. Es decir, se trata del mismo perro con diferente collar.
La mayor catástrofe que ha sufrido Colombia en su historia moderna es el narcotráfico. Esta actividad criminal corrompió al país; distorsionó la economía; contaminó a la clase política y colocó a Colombia y a todos sus ciudadanos en una situación de parías ante la comunidad internacional. Colombia estuvo al borde de ser declarada un ‘Estado Fallido’. Entonces el descuidar el peligro eminente del poder corruptor de narcotráfico para embarcarnos en discusiones bizantinas sobre si los narcotraficantes son bacrim, paramilitares o subversivos es de una incomprensible estupidez.
Un artículo en el diario El Tiempo, publicado el pasado 13 de abril, señala: “Sin importar su discurso político, guerrillas y paramilitares terminaron convertidos en grandes carteles del narcotráfico, supuestamente con la excusa de que así financiaban su guerra. Las bandas se lucran de la cocaína y el oro. La más poderosa, la de 'los Úsuga', controla ese tráfico en regiones como Chocó, Urabá, Córdoba y parte del Pacífico. Pero a diferencia de los grupos paramilitares que existieron en el país desde los 80 hasta la segunda mitad de la década pasada, las bandas criminales de hoy no acumulan capital ilegal para extender su dominio en desmedro del de las guerrillas, sino que han logrado con estos acuerdos repartirse zonas de narcotráfico y rutas. Son narcos 'purasangre' que no usan el tráfico de cocaína para financiar su guerra —esto no significa que los otros grupos usarán el narcotráfico solo para el conflicto, en especial los paramilitares que nacieron y crecieron como un brazo armado del narcotráfico— sino como un fin en sí mismo.”
Según cifras extraoficiales el área sembrada en coc
está en el orden de las 150.000 hectáreas
y pude llegar antes de finalizar el año a 250.000 hectáreas
Las cifras sobre el aumento de actividad del narcotráfico son contundentes: según fuentes oficiales los cultivos de coca llegaron a una cifra que está entre las 80.000 y las 100.000 hectáreas. En menos de tres años se duplicó el área cultivada con la hoja. Las cifras extraoficiales muestran un panorama bastante más preocupante: el área sembrada en coca está en el orden de las 150.000 hectáreas y pude llegar antes de finalizar el año a 250.000 hectáreas. El ministro para el Posconflicto, Rafael Pardo, señaló que si bien “no hay un aumento sustancial en el número de cultivadores, el área cultivada ha aumentado porque el Estado colombiano perdió quizá su principal instrumento de contención a los cultivos de coca, que es la fumigación aérea con glifosato”.
Y si bien hay otros factores que inciden en el auge de la coca como es la devaluación, el fenómeno de El Niño, y los avances tecnológicos en la siembra, la realidad es sólo una: el narcotráfico ha vuelto a surgir. Y si el gobierno y sus instituciones no abandonan la insensatez de enfrascarse en discusiones bizantinas, lo que los colombianos vamos a vernos a muy corto plazo es enfrentando una situación muy parecida a la de los años noventa: el fantasma del narcotráfico, con todas sus funestas secuelas, adueñándose del país.
Apostilla: un poco ridícula la pretensión de los ambientalistas que en una distancia de más de 67 kilómetros, más o menos la que hay entre Bogotá y La Mesa, no pueden haber desarrollos mineros porque afectan el medio ambiente.