Ahora que todo es globalizado, desafortunadamente para el buen nombre de colombianos decentes, el pasado 20 de julio de 2020, el mundo entero se dio cuenta que la sociedad colombiana, al igual que la norteamericana, la brasileña y unas pocas más, están totalmente alienadas.
Para el caso particular de la sociedad colombiana, esta pérdida o alteración de la razón colectiva ya se venía percibiendo desde afuera desde tiempo atrás. Basta con hacer una somera recopilación de titulares y opiniones respecto a los escabrosos hechos de violencia que padece el pueblo colombiano desde siempre, pero que se han visto registrados orbitalmente los últimos 60 o 70 años. Especial atención mundial tuvieron el copamiento de más del 30 % del Congreso por representantes de la delincuencia en su versión paramilitar, la vinculación de varias decenas de miembros de los gobiernos del uribismo en procesos penales y de corrupción, con extradición incluida y la decisión mayoritaria de decirle que no a la paz, luego de más de medio siglo de desplazamientos, secuestros, desapariciones, falsos positivos, reclutamiento de niños, niñas y adolescentes y de violaciones sexuales.
Ninguna persona no colombiana o colombiana con un mínimo de sentido común puede entender el comportamiento de una sociedad que se niega su oportunidad de paz, que día tras día contempla pasivamente cómo los actores armados exterminan a sus pueblos ancestrales, que se muestra inamovible ante la violación y asesinato de sus niños y niñas, y que al mismo tiempo se reconoce como la más feliz del mundo.
Tampoco es entendible para una persona más o menos sensata cómo es posible que una sociedad conformada por una diversidad étnica y cultural tan maravillosa, sea a su vez, una de las sociedades más intolerantes, racistas, excluyentes y violentas del mundo, a punto tal que aún hoy, en pleno siglo XXI, las comunidades étnicas, de diversidad de opciones sexuales y las mujeres, tengan que recurrir a las vías de hecho para hacer valer sus derechos fundamentales a ser y estar. Tampoco se comprende que regiones de tanta exuberancia en biodiversidad y recursos naturales, como el Cauca y el Chocó, se encuentren en tan angustioso estado de postración económica y social, mientras en el resto del país e incluso en sus mismos territorios, hasta antes de la peste mundial, se derrochaban recursos en ferias, fiestas y reinados.
Se necesitarían muchos estudios de las ciencias sociales y médicas, para poder entender a cabalidad, las causas de esta, casi que consuetudinaria, tendencia a negar la realidad que tiene el colombiano promedio, esta particular costumbre de aceptar al unísono y con peligrosos tintes de homogeneidad, los constantes diagnósticos que sobre este país se hacen cada tercer día, para luego darles absoluto olvido, tan pronto aparece un artista, un futbolista, un ciclista, una modelo o Suso el paspi en la televisión o en las redes sociales.
Esta increíble costumbre de postergación de las medidas colectivas necesarias para cambiar el futuro inmediato y el de largo plazo solo se compara con la inveterada costumbre de votar por los mismos y las mismas, así sea en cuerpo ajeno, cada cuatro años. La tradición se complementa con el hábito de hablar mal de la clase política en general, mientras se visita o se llama al político particular, amigo, conocido o familiar, en búsqueda de recomendación trabajo o contratos.
En este fascinante y hasta hilarante escenario de la alienación comunitaria se situó nuevamente la sociedad colombiana, ante el mundo, cuando el pasado 20 de julio las mayorías parlamentarias que eligió la particular y alienada sociedad colombiana nombraron como presidente del Senado a un particular personaje, vinculado con compra de votos, ausentismo laboral y total ineficiencia en su quehacer senatorial, tras los ya acostumbrados y catedralicios gazapos del, ahora sí comprobado, encargado en la presidencia, don Duque, quien olvidó declarar oficialmente instaladas las sesiones del Congreso, para luego agredir verbalmente a la vocera de la oposición, la sobreviviente de la violencia colombiana, senadora Aída Avella.
Ante esta contundente muestra gratis de pérdida de la razón comunitaria, ahora sí es factible admitir que al colombiano de a pie le queda fácil impulsar, promocionar, firmar y votar un referendo anticorrupción, mientras que asiste religiosamente a las reuniones y mítines de esos políticos que pretende extirpar de la vida pública; vía referendo. También se puede consentir la posibilidad de que la mayoría de los colombianos y colombianas crean que lo de la peste es un mito, una conspiración china y que no hay razón de ponerse el tapaboca y distanciarse, ya que esta misma mayoría; cree regularmente en que los números del chance o la lotería aparecen en los peces, la virgen de Chiquinquirá se aparece en una almojábana o que Uribe y Duque son los mejores presidentes de la historia (de hecho, Uribe fue elegido como el gran colombiano por un canal de televisión por suscripción que muestra la vida cotidiana de una casa de empeño).