Si además de ser sorprendido públicamente en adulterio y promiscuidad sexual, el entonces candidato, quizás sin tener necesidad de ello pues su riqueza es evidente, prefiere pagar sus múltiples devaneos con dineros de la campaña tal torpeza clama al cielo y a la aplicación de la ley. Es indudable que es una desfachatez extraordinaria que da la medida del personaje.
La prensa ha exacerbado la supuesta mentalidad pacata de los Estados Unidos que, en el caso de Clinton casi da con él contra el piso, amenazando con que pueda suceder otra vez. No habiendo quizás gasolina suficiente para acusar a Trump y alejarlo del poder alcanzaría para domesticarlo, anestesiarlo, a través de una pérdida de la mayoría parlamentaria. Así podría colegirse incluso que al propio partido republicano podría convenirle la pérdida de sus mayorías pues eso lo alivia de tener que cargar con los desastres venideros de Trump.
Hasta ahora ha sido evidente que Trump posó de garañón al menos con dos jóvenes según se ha sabido por los pagos fraudulentos que se hicieron a partir de ir ganando en notoriedad. Es posible que nada de ello hubiera salido jamás a la luz si Trump no gana la presidencia de los Estados Unidos. Se podría especular entonces que la cohabitación de un candidato podría eyectar en erotismo social a medida que avanza la campaña.
Hasta ahora no se han realizado análisis y existe poca información de cuáles situaciones, derivadas de manera directa o indirecta de la confrontación política, llevaron a Trump a sus aparentemente múltiples escarceos amorosos extramatrimoniales. Bien pudieran hacerse preguntas acerca de si la confrontación, el carácter agonal y competencial exacerbaban las solicitudes de crecimiento libidinal del entonces candidato.
Sin embargo la opinión pública norteamericana está castigando a Trump y lo zarandea más por pagar sus relaciones extramaritales con dineros de la campaña, que son dineros recolectados entre sus donantes, lo cual es sin duda alguna irritante, y no por realizarlos en la Oficina Oval y, solo comparables porque en ésta se encontraron residuos manifiestos de sexo oral. Es indudable que hay algo cinematográfico aquí. Aquel desvestirse precipitado en plena escalera, echados sobre una mesa o una silla que no se sabe cómo pasa a ser cómoda, mientras los zapatos vuelan por los aires. Cualquiera podría imaginarse a Trump luego, urgido, cogido del tiempo, arreglando su capul, posiblemente engominado con saliva para emerger presentable mientras se escabulle. Algún carmín indiscreto quién sabe en qué parte urgente y oculta.
Pero por qué estos actos que pueden ser consensuados entre dos personas adultas alcanzan trascendencia inusitada. ¿En qué momento se convierten en espectáculo si al escena ya pasó? No es la imaginación ni el ojo avizor lo que detecta la trama. Debe ser algo inherente a la morbosidad política. En la política debería constar siempre una morbosidad exagerada. La inminencia, la adivinación del poder potencial derivado de la confianza, la sensación de peligro —incluso el miedo— durante la contienda debe derivar en algún halo inmaculado de perversión que suscita la atracción sexual.
En una campaña electoral de Trump han debido entrar en acción unos juegos de dominio lúbrico de los escenarios, a partir de mecanismos disparados de la figuración, del reconocimiento, mención y potenciación de los egos, muy recalcitrantes que, debidos a algunas necesarias cercanías, también maduran las oportunidades. Y eso acumularía tensiones que deben buscar líneas de fuga, y cual más expedita y agradable que el sexo. Y eso es absolutamente comprensible.
Lo que no es comprensible es la desfachatez. La ruindad de desconsiderar a sus donantes es indudable que clama al cielo y no hay rincón de la opinión pública que se mantenga lejos de ser obligado a sentirse herida. Cualquier persona se siente indignada cuando es objeto de un robo por mínimo que sea. Si ese atraco, en vivo y en directo, se usa no para que agencies mi voto si no para tu solaz sexual y extramarital, entonces el resquemor es aceptable que delire.
A esto podrían agregarse olímpicos exabruptos derivados, de la visible rudeza intelectual del personaje. Las desconsideraciones de Trump también deben hacerse supremamente ostensibles durante sus retozos. Una chica hábil que reconozca su oportunidad ha debido tener más que ocasión para sonsacarle expresiones como la siguiente perla que ha hecho pública Stormy Daniel: No sabes cuánto me recuerdas a mi hija.
¡Vaya a la luna y regrese! Se supone que Trump no sabe lo que dijo. Tampoco sabe lo que no dijo, que quizás es peor. El poder embriaga. Y el olor cautivante del perfume femenino bien administrado no embriaga, enloquece a cualquier varón. Esto es, afortunadamente, una ley natural. El otro es el histrión que subyace y alimenta, allí en plena emoción y goce; debió explayarse sin reticencias; es más existe potencial certeza que las palabras procaces excitan sexualmente; de allí que un pago para evitar la explosión de ese explosivo torrente, es obligado y posible que le haya parecido barato. ¿Cuánto vale en el mercado que Stormy Daniel diga lo que Trump teme que susurre?
Además de aquella especulación sobre la inmanente morbosidad de la política, en algunos de estos momentos es posible imaginar que Trump pudo haber creído en lo profundo de su conciencia que jamás sería presidente. Quizás no haya una lógica más transparente que explique todo. No habría otra forma de amordazar un desorden ético de tantas proporciones. Obviamente cuando el triunfo apareció casi como una herejía todo lo actuado evolucionó hacia un valor presente de inocultables enormidades. Entonces lo barato estalló como excesivamente barato. Y crecieron las apuestas.
Debió mediar un largo periodo en que la tasa de los intereses con las que debía calcularse el valor presente, imaginamos las negociaciones, llegó más allá de lo que Trump estaba en disponibilidad de pagar. No podía pagar con dineros de la campaña, ni podía hacerlo con dineros del público, pues ya los reflectores con que lo enfocaban estaban en consonancia con su investidura. Los abogados confiaron en que podían contener la avalancha y Trump sucumbió.
El filósofo coreano Byung- Chul Han, que escribe en Alemania, dilucida en El Sabor del Amor, la forma cómo con el neoliberalismo deviene una amor sin sabor. Tal pareciera que Trump se revuelca en él insensible. Si lo de Han es cierto la velocidad de la moral de Trump no sería la misma de la sociedad y se generaría un efecto Doppler: el amor puede ser todo lo consensuado que se quiera. La consensuación no merma poder a la potencia moral emergente de los actos. Los secretos íntimos de la consensuación resaltan que los actos que se realizan. La morbosidad de la política engendra sus propios monstruos dilapidantes.