Una buena clase de literatura es un viaje marino

Una buena clase de literatura es un viaje marino

¿En qué se parece una aventura a un libro?

Por: Carlos Andres Castelblanco
febrero 12, 2014
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Una buena clase de literatura es un viaje marino

 

Enseñar literatura…y la nave va

Enseñar no es transmitir datos, saberes, experiencias y resultados de procesos que otros pensaron. Mientras un estudiante y su profesor estén convencidos de que hay uno que sabe y otro que no sabe, y que el que sabe va a informar e ilustrar al que no sabe, sin que el otro, el estudiante, tenga un espacio para su propio juego, su propio pensamiento y sus propias inquietudes, la educación es un asunto perdido.

En la educación existe una gran incomunicación. Los muchachos tienen que llegar a saber algo, pero ese algo es el resultado de un proceso que no se les enseña. Saber significa entonces simplemente repetir, ahorrarles a esos jóvenes la angustia y el placer de pensar.

Enseñar y aprender, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. La educación es nomadismo. Ahora, imagínense lo que significa tratar de enseñar literatura, eso sí que es un horizonte móvil, un espacio en perpetuo movimiento, como la vida. Una clase de literatura es un lugar en donde se hacen, se rehacen y se deshacen conceptos a partir de una lectura.

Voy a hacer una analogía que ilustre la experiencia.

Un buen curso de literatura es un viaje marino donde se percibe un amplio espacio a partir de un punto que es el barco, y a su vez, ese punto no está fijo sino en constante movimiento. Una lectura literaria, como un barco, es la herramienta que usamos para emprender el viaje, para zarpar hacia la aventura. Y se preguntarán ¿cuál aventura? si la ruta de la nave va fijada por cartas de navegación y un destino señalado, ¿cuál es el misterio entonces?

El misterio es el mar que es insondable, que es inasible, que es tan enigmático como el corazón de una mujer (la mar, le dicen los marinos). Y la mar, en la analogía, es el espíritu humano, la mar es la piel  de decenas de muchachos y muchachas que tienes delante de ti, observándote y sosteniendo entre las manos unos versos de Aurelio Arturo:

El viento ronda la casa, hablando
sin palabras,
ciego, a tientas,
y en la memoria, en el desvelo,
rostros suaves que se inclinan
y pies rosados sobre el césped de otros días,
y otro día y otra noche,
en la canción del viento que habla
sin palabras.

 

Y entonces sucede.

Se trata de tomar un tema o una palabra y desplegarlo en múltiples posibilidades, y así, el tema y la palabra se divorcian de los lugares conocidos y recogiendo diferentes materiales de aquí y de allá –de Felipe, de Juanita, de mi querida Silvana- atravesamos regiones y latitudes inesperadas.

En esta aventura, siempre habrá riesgos, un enemigo al que tendremos que precipitar por un abismo y para eso está el capitán, él va señalando los peligros de la catástrofe, las zonas donde el intento pudiera naufragar.

La travesía se hace a trechos cortos, por versos, por palabras, por sonidos y  al final de cada recorrido brillará el asombro. El punto de llegada, tantas veces imprevisto, es sobre todo, la experiencia de haber asistido a un ejercicio superior de la palabra, decir lo indecible. Como el llanto.

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