Hay una palabra fea, pero profunda y bella en su sentido, que describe perfectamente a Bogotá: resiliencia. Una ciudad que pese a los ultrajes, desdichas e ignorancias que ha sufrido por parte de sus gobernantes y ciudadanos, aparece cada día más hermosa y deseable.
Bogotá tiene la elegancia y dignidad del sobreviviente. Esa fuerza que es producto de un maltrato al que se ha resistido con ingenio y necedad. A pesar de todos los esfuerzos sistemáticos en doblegarla, la ciudad exhibe un garbo que quizá los bogotanos no notamos muy bien, pero cualquier visitante es capaz de sentir cuando la conoce.
Siento no ser un pesimista como muchos, pero siento que Bogotá es significativamente mejor a lo que fue en décadas pasadas. Y no precisamente por los gobiernos distritales, sino a pesar de ellos e, incluso, en contra de ellos. Bogotá ha sabido crecer aun en contra del raponazo y la improvisación.
Sabemos que Bogotá sigue siendo violenta, oportunista y confusa para quienes no la conocen y para muchos de los que todavía confiamos en ella, pero también es cierto que sorprende con su calidez, solidaridad y vitalidad a quienes se exponen sin prejuicios a su entorno.
Bogotá sorprende para lo bueno y lo malo, como todo lo que ha envejecido a punta de comportamientos tan nobles como vergonzosos. Y, sorprendiendo, se gana cierto respeto inmerecido, pero respeto al fin y al cabo.
Yo quiero a Bogotá, a pesar de ella misma. Mi amor por ella es también resiliente, un sentimiento forjado a pesar de sus maltratos y más allá de su propia indignidad. La quiero por sobreviviente y exigente. Y la respeto por su voluntad.
En los últimos años, he visto que cada vez más extranjeros frecuentan Bogotá y que, muchos de ellos, se enamoran de la ciudad. Y me sigue pareciendo un enigma cómo hacen para enamorarse de algo tan confuso y hostil.
Tal vez es el resultado de verla como solo una ciudad, como un organismo que se ha adaptado a sus habitantes y susceptible de aprender mejores modos de vivir y habitar. Sin embargo, no encuentro en la ciudad un intento de ser más amable para los forasteros ni para los peregrinos: la señalética es imposible, las rutas de transporte desordenadas y los mapas muy mal diseñados.
Después de muchos años de vivir y conocer a Bogotá, aún me pierdo. Y eso no es precisamente romántico, sino fruto de una ciudad que todavía no permite ganar la confianza para entregarse libremente a ella.
Y, perdiéndome, siempre pienso en cómo se pierden los miles de venezolanos, mexicanos, españoles, franceses y ciudadanos de todo el mundo que cada vez son más frecuentes en las calles, bares, teatros y plazas. Y pienso porqué razón Transmilenio no se ajusta a ellos, ni las señales en las calles, ni los mapas de la ciudad, ni las cartas de los restaurantes. Pienso por qué Bogotá se resiste a ser conocida por los foráneos e insiste en aparecer como familiar solo a cierto grupo de elegidos.
Me gustaría poder compartir más fácilmente a la Bogotá que me ha acogido y que quiero tanto, pero la ciudad parece no querer abrirse a demasiadas personas y, sus gobernantes, no se han preocupado mucho por hacer una ciudad para los extraños. Se gobierna para los bogotanos y no para los que viven en Bogotá, como si la ciudad fuese solo para los que estamos y no para todos los que están por venir.
Esa es la diferencia entre los que gobiernan para las próximas elecciones y no para las próximas generaciones, entre los políticos y los estadistas, como diría Churchill.
Fecha de publicación original: 20 de agosto de 2014