Una alternativa a un mundo político en decadencia

Una alternativa a un mundo político en decadencia

Aunque hayamos entrado en un periodo aparente de normalidad, las razones que dieron lugar a una agitación social de tan largo aliento siguen más vigentes que nunca

Por: Luis Eduardo Parra Rosas
mayo 04, 2022
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Una alternativa a un mundo político en decadencia
Foto: Leonel Cordero

Los trapicheos de las fuerzas políticas usufructuarias del monopolio perpetuo del poder en Colombia con un personaje como César Gaviria, el emperador-déspota-director de un partido atravesado por una larga e irreversible decadencia y al que solo le quedan como recurso para sobrevivir, como a otros de su estirpe, las ataduras a los agonizantes ardides, maquinaciones y sucias estrategias que han usado sin freno alguno, revelan, hoy más que nunca, la profunda crisis de un modo de hacer política en el país.

Aunque esta clase de tratos por debajo de la mesa, presentados como acuerdos de ideas, identidad de principios y programas para darles, públicamente, un lustre de credibilidad y decencia, no son nuevos, pues siempre han hecho parte de las componendas de quienes, en inmoral contubernio, se han repartido el control del Estado, a espaldas de una ciudadanía manipulada y envilecida por quienes la gobiernan, hoy han perdido gran parte de la pátina tras la cual han escondido sus vergüenzas impunemente.

Por fortuna, esta sociedad ya no es la misma que gobernó Uribe a principios del milenio, ni mucho menos la que se hizo sentir hace un año con resonantes protestas, sin precedentes desde la década de los 70, contra un estado de cosas insoportable.

Empezando por la agudización y el empeoramiento de los problemas que han arrastrado históricamente las mayorías marginadas y despojadas de toda clase de derechos, quedó demostrado con esas grandes manifestaciones que el régimen político y económico, que no ha hecho más que el papel de “administrador” de los grandes males de la nación, bien mediante un asistencialismo miserabilista, o, más grave todavía, a través de la violencia, hace agua por todas partes.

Ante situación tal y ante los cambios que se avecinan, el establecimiento no duda en apelar a las malas artes que ha empleado sistemáticamente para evitar cualquier alteración del estado de cosas reinante. Y no es que carezca de razones para pensar que la eternidad está de su lado. Durante más de doscientos años ha manejado los destinos de la nación excluyendo cualquier forma de oposición que amenazara su hegemonía, incluso si ello significaba el exterminio de sus contradictores.

Por supuesto, un territorio y un pueblo gobernados de esta manera han estado condenados a experimentar toda clase de sufrimientos y vejámenes, sin permitirle ejercer el derecho a hacerse representar, mediante organizaciones alternativas o de su propia entraña, en los espacios políticos e institucionales del Estado.

No obstante, mientras haya injusticias y desigualdades de toda clase, la conflictividad social será inevitable. Las masivas demostraciones del año pasado no lo pudieron dejar más claro, aunque esta vez con una destacable novedad: las protestas ya no eran de un día o dos.

Contra todo pronóstico, se extendieron, sin decaer, a lo largo de varios meses, lo que atrajo la atención hacia otro factor inédito: el creciente nivel de politización y conciencia social de sus millones de protagonistas, mayoritariamente jóvenes, a quienes siempre se ha percibido como rebeldes sin causa, indiferentes y superficiales, cliché que en manera alguna les hace justicia luego de lo que demostraron con suficiencia en las movilizaciones sociales más recientes, en las que hicieron gala de valor, creatividad y perspicacia.

Ahora, aunque hayamos entrado en un periodo aparente de normalidad, las razones que dieron lugar a una agitación social de tan largo aliento siguen más vigentes que nunca dado el deterioro de las condiciones de vida de las mayorías abandonadas por un gobierno incompetente como ningún otro, comprometido con la defensa y protección de los intereses de una pequeña élite que se enriquece sin pausa, mientras las reglas implacables de la economía de mercado imponen condiciones de existencia cada vez más intolerables al resto de la sociedad.

En medio de esta situación y en respuesta a este clamor largamente ignorado ha surgido y se ha fortalecido un actor político alrededor del cual se han agrupado voces de la más diversa procedencia, étnica, de género, social, económica, dispuestas a hacerse oír, muchas por primera vez, en el ámbito de la política nacional.

Considero que el Pacto Histórico, referente de la nueva política colombiana, aparece como alternativa a un sistema partidista corrompido y en declive, que, en alianza con los dueños de la producción, las finanzas y el comercio, no para de desangrar un país con riquezas incomparables tanto humanas y culturales como materiales.

Este proyecto, que anima a una población desalentada y resignada a su suerte por la acción de años de alienación y manipulaciones a que empiece a hacerse consciente de sus derechos y de su lugar en la historia, no iba a ser de buen recibo en un mundo anquilosado y acostumbrado a vivir sin perturbaciones y en la tranquilidad de un orden percibido como inmutable.

Por supuesto, la reacción de sus más rabiosos defensores no se hizo esperar. Inmediatamente se dieron a la tarea de usar a fondo los medios viles e innobles de los que siempre se han valido para atacar, desprestigiar y calumniar (de la calumnia algo queda, decía el monstruo Laureano Gómez), mediante campañas malévolamente orquestadas, a quienes representan la posibilidad de introducir unos cambios mínimos inaplazables en una sociedad que prácticamente los reclama a gritos y que solo la ceguera de una clase aferrada irracionalmente a sus privilegios se niega a aceptar.

No es que el Pacto Histórico pretenda revolucionar las bicentenarias estructuras de poder dominantes en el país. La Constitución del 91 se encargó de asegurarles su intangibilidad, al consagrar el derecho a la propiedad privada sobre los medios de producción y su colorario, el libre mercado, como un derecho inalienable.

Ya Gustavo Petro ha declarado con suficiente claridad su absoluto compromiso con la Carta Política vigente, de la que, entre otras cosas, él mismo dice fue unos de sus autores como miembro del M-19 y a la cual se atiene como marco jurídico e ideológico en su actividad política. De modo, pues, que lo que llamamos establecimiento (aquellas personas con poder económico, político, jurídico, social y criminal) no va a ver afectados sus derechos ni sus propiedades.

Las pretensiones, ideas y propuestas en lo económico, lo político y lo social del candidato del PH se inscriben en un programa auténticamente socialdemócrata (el Estado de bienestar), muy al estilo de los que implementan los gobiernos de los países del norte de Europa sin traumatismos sociales ni económicos de ningún género.

Nada socialistas ni mucho menos comunistas. Los que lo acusan de profesar tales ideologías saben perfectamente que lo hacen de mala fe y quieren proyectar la idea falsa de que el proyecto del PH es populista y representa un salto al vacío cuando Gustavo Petro ha sido terminante en decir que en lo social, político y económico gobernará con la Constitución del 91 en la mano, la misma con la que han gobernado liberales, conservadores y la extrema derecha.

Si sus mentes decrépitas se permitieran un mínimo grado de sensatez, se darían cuenta de que, en favor de su propio interés, lo que más les conviene en las circunstancias actuales de la sociedad colombiana es no interferir en un proceso sin retroceso, marcado por la necesidad de un cambio inaplazable. De ignorar esta circunstancia, el riesgo es exponerse a un alto grado de explosividad social mucho peor que el visto el año pasado, con consecuencias imprevisibles, algo que nadie desea que pase.

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