El ambiente virulento de Francia durante la posguerra, con su división ideológica interna, era muy similar al que se vive hoy en Colombia con el tema del proceso de paz. La atmósfera está contaminada y el paralelismo es incuestionable.
Las Manos Sucias, una obra de teatro de Jean Paul Sartre —tal vez la más polémica—, reflejaba ese sentimiento. En ella el filósofo francés, quien era un profundo conocedor del arte dramático, desarrollaba dos temáticas que fueron recurrentes en su creación: la libertad individual y la lealtad de los miembros de un grupo entre ellos mismos.
Sartre la presentó en 1948 en París, con la supervisión de otro grande, Jean Cocteau. Aquel que al igual que Unamuno también usaba sus profundos conocimientos teatrales para expresar su pensamiento filosófico.
La trama es bien simple: Luis, un jefe del partido comunista ordena asesinar a Hugo, quien acaba de salir de la cárcel por haber ultimado a Hoederer, un enemigo político. Hugo es miembro insignificante del partido, un ser desconocido de cuya muerte nadie se enteraría; sin embargo, sabe demasiado, anda libremente por la calle y es necesario desaparecerlo.
Esta componenda del asesino que mata a alguien porque sabe demasiado y que a su vez es aniquilado por otro para borrar últimas las huellas es recurrente en la interminable guerra sucia colombiana. La practicaron chulavitas, paramilitares, narcotraficantes, comunistas, Farc, M-19, Ejército y sigue siendo la golosina diaria del ELN y la delincuencia común.
Como dijimos antes, el argumento es simple y ha sido el día a día de la violencia colombiana durante las últimas décadas. La gran mayoría de nuestros muertos eran también seres insignificantes que nadie conocía y cuya desaparición nadie notó, personas que vieron o escucharon algo que no debían... que fueron utilizadas y engañadas durante el proceso criminal para llevar o traer un correo; actuaron como testigos manipulados; compraron, vendieron o proveyeron de algo a alguien; fueron vecinas, parientes, conocidas y de alguna manera aparecían en la cadena de hechos.
¿Hasta cuando deberemos soportar tanta iniquidad?
Las Manos Sucias no era una diatriba anticomunista, pero tampoco eurocomunista, como puede pensarse. Tampoco era una venganza, ya que en una época J.P.S. fue expulsado de una Internacional Socialista. El caso es que el filósofo era un hombre antisistema y coherente en sus ideas; tanto así que cuando fue escogido como ganador del Premio Nobel rechazó el millón de dólares, pues presentía que la Academia Sueca intentaba manipularlo.
La obra plantea un problema actual con el proceso de paz. La terrible disyuntiva entre la moral y la praxis. ¿Se deben defender los grandes principios constitucionales y democráticos o se debe hacer lo que sea correcto para el momento político?
Este es pues un teatro de tesis, en donde el comportamiento de los personajes y la trama misma no se mueven por las circunstancias, sino por su necesidad de realizarse; aunque la narración se maneja como una investigación policíaca al estilo de Crónica de una muerte anunciada.
Ya hoy todos los colombianos, sin excepción, estamos de acuerdo en aceptar que la paz era una podredumbre necesaria. Solo estamos en desacuerdo sobre la intensidad de su pestilencia. Para los uribistas el hedor es insoportable y pica la nariz; Santos apenas lo percibe y al igual que la obra de Sartre tiene las manos untadas hasta los codos; Santrich y algunos disidentes de las Farc nadan en materias fecales, pero casi no perciben nada porque alguien les extirpó la nariz; los dirigentes farianos apenas perciben el aroma de las flores de lavanda recién macerada, pues, créanlo o no, sus verdes fueron despercudidos cuidadosamente y después de secados, bañados con Chanel N°5.
El odio y el hedor están en todas partes y chorrean por la paredes y las puertas de la Corte Suprema de Justicia, la JEP y el Congreso. Resbalan por las pantallas de los noticieros, se pegan a los linotipos e impregnan el papel periódico.
Sería interesante que los herederos del gran teatro caleño, si aún existe alguno, por los lados del Café de los Turcos, pudieran unirse y presentar esta obra en Colombia, pues necesitamos desesperadamente de autocrítica y debemos parar los señalamientos mutuos. Al final, todos somos culpables por omisión o por acción.
Para cerrar, este artículo no pretende destilar odio, solo anhela, con palabras coprológicas —quizás un poco pestilentes—, levantar conciencia sobre la necesidad de una gran autocrítica nacional.