No soy de los que siente melancolía por las dinámicas del pasado. Tampoco provengo de tiempos lejanos que me permitan juzgar lo bueno y malo del hoy y del ayer. Soy del 95, un adolescente común y corriente que siente placer al escuchar su música favorita en un tocadiscos, en uno de esos artilugios ignorados, dejados al olvido y al azar entre tantos trastos que con la tecnología pasan a ser objetos inservibles.
Es imposible negar las facilidades y comodidades que nos brindan nuestros computadores, smartphones, televisores en alta definición y demás aparatos que nos rodean desde el amanecer hasta el anochecer. Todo es más rápido, más sencillo, más automático. Si James hace un gol con el Real Madrid, si un grupo armado comete un atentado en algún recóndito lugar del país, si el procurador discrepa con el matrimonio entre personas del mismo sexo… En fin, con todos estos aparatitos la información viene y va en cuestión de segundos, parece magnífico. Sin embargo, no nos percatamos de nuestra dependencia casi absoluta que los aparatitos ejercen sobre nosotros. Y es que no es solo con las noticias. También sucede al comunicarnos con otros o al buscar simple entretenimiento con música, fotos, juegos o cuanta aplicación inútil se nos pueda aparecer. He aquí donde comienza mi dilema: prefiero escuchar Pink Floyd en mi tocadiscos que reproducir música en el celular, prefiero leer el periódico mientras me tomó un café a ver un noticiero amarillista por TV a las siete de la noche, prefiero escribirle una carta a mi amada que escribirle un ‘‘te amo’’ en un mensaje de texto.
Nuestros aparatitos nos han abstraído de aquellas cosas pequeñas y simples que nos regalaban más sonrisas y menos ojos cansados por pantallas LED, planes de datos móviles y Wi-Fi. Salir de noche al patio a mirar las estrellas si las nubes lo permiten, contemplar un atardecer a pesar del ruido y la contaminación de la ciudad, ir un día en bicicleta de la casa al trabajo, correr sonriente bajo la lluvia mientras todos se resguardan bajo sombrillas, leer un libro de noche en vez de ver ‘‘telebobelas’’, salir de picnic un fin de semana a un parque público, disfrutar de zonas verdes de la ciudad en vez de ir a centros comerciales.
Son muchas las cosas que solían ser las mayores distracciones de la rutina en otros tiempos. Actividades anticuadas, placeres del pasado que no son tan del pasado, sino que simplemente fueron desechadas como los tocadiscos, las máquinas de escribir y las cámaras análogas. Pequeños y simples hechos que fueron arrumados por las ‘‘facilidades y comodidades’’ que nos brinda un smartphone o un portátil. Por mi parte seguiré escuchando mi música preferida en mi tocadiscos, mientras la noche fría bogotana me arrulla entre el ruido de sus coches y un par de estrellas que se escapan de sus nubes. Aunque no podré negar que más tarde debo revisar el correo electrónico y mañana escucharé música mientras viajo en Transmilenio, todo esto gracias a tan apreciados aparatitos.