Con la revocatoria en junio de 2018 de la condena del exvicepresidente congoleño Jean–Pierre Bemba a 18 años de cárcel por crímenes de guerra cometidos por milicias congoleñas en la República Centroafricana, sin su participación, la Corte Penal Internacional, CPI, mantuvo el impresionante récord de dos condenas desde su creación en 2002: Thomas Lubanga, líder de las milicias de la Unión de Patriotas Congoleños (UPC), condenado en julio de 2012 a catorce años de cárcel, y Germain Katanga, líder de otro grupo de milicianos del Congo, condenado en mayo de 2014 a doce años de prisión por crímenes de asesinato, esclavitud sexual y empleo de niños soldados.
La Corte ha recibido quejas de supuestos crímenes en 139 países, incluyendo Colombia, pero solo ha adelantado investigaciones formales en siete casos, todos en África: Congo, Uganda, República Central Africana, Sudán (Darfur), Libia, Kenia, y Costa de Marfil; los tres primeros enviados a la Corte por los propios Estados, los dos siguientes por el Consejo de Seguridad de la ONU, y los dos últimos, por iniciativa de su fiscal. Todas estas investigaciones, incluyendo los tres casos mencionados referidos al antiguo Congo Belga, le da a esa Corte el carácter extraño de un tribunal hecho para juzgar crímenes de antiguas colonias africanas. Así que la posibilidad de diversificar sus investigaciones con Colombia es más que remota, aunque entre nosotros todos los días aparece alguien que va a denunciar a otro ante la Fiscalía de la Corte.
Ese mínimo resultado en tres lustros de guerras y barbarie puede explicarse por la razón misma de ser de la Corte, y su limitado campo de acción. El artículo 5 del Estatuto de Roma, que la creó, le da jurisdicción sobre cuatro clases de crímenes: genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y crímenes de agresión, la definición de estos últimos aún pendiente. Pero la definición de los otros es muy restringida. El genocidio debe ser cometido con la intención de destruir a toda una comunidad; los crímenes contra la humanidad deben ser actos cometidos como parte de un ataque extenso y sistemático dirigido contra la población civil; y los crímenes de guerra (violaciones al Derecho Internacional Humanitario) deben ser parte de un plan o una política, o parte de la comisión en gran escala de esos crímenes. No se ocupa entonces la Corte de asuntos particulares o hechos aislados, sino de temas masivos como las limpiezas étnicas o la barbarie extendida y organizada. Además, la Corte fue creada para complementar los sistemas nacionales de justicia y puede actuar solamente cuando las cortes nacionales no pueden o no quieren investigar los casos denunciados. Opera solo cuando hay una fallida justicia nacional.
Lo de Colombia se refiere a 85 denuncias de organizaciones no gubernamentales sobre asesinatos múltiples, las cuales según la propia Fiscalía de la Corte por estar siendo investigadas en Colombia y por su naturaleza no parecen caer bajo su jurisdicción. Mucho menos podría decirse entonces de su eventual participación en la aplicación de la justicia transicional en el acuerdo de paz, es decir en la operación de la Justicia Especial para la Paz, JEP, lo cual necesitaría una autorización más que improbable de Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
No existe conflicto armado alguno donde no se hayan cometido crímenes atroces. Para efectos de las atrocidades sin cuento son tan de lesa humanidad los crímenes contra niños, contra mujeres y hombres, o contra ancianos. La JEP conocerá de ellos, los juzgará y los condenará según las penas acordadas, que no son elevadas, porque ese es el costo del acuerdo. En carta memorable y absurda la fiscal africana de la CPI le dijo a la Corte Constitucional que todos los crímenes deberían ser juzgados (no solo los más importantes), que las penas deberían ser proporcionales a la conducta y que los desmovilizados no podían participar en política. O sea, todo lo contrario de lo acordado. Como si fuéramos el antiguo Congo Belga.
Los acuerdos de paz, son procesos políticos basados en la reconciliación, el perdón y la reparación. Colombia debe hacer valer su autonomía para adelantarlos y hacerlos respetar ante la comunidad internacional. Intervenir en ellos no es asunto de la Corte Penal Internacional, que fue creada para implantar justicia donde no la haya, (labor que no ha cumplido), no para oponerse a la decisión legítima de paz de una nación. Ahora que vuelve a resurgir su sombra con motivo del trámite de las objeciones presidenciales a la Ley Estatutaria de la JEP, lo cual ya es una exageración, valdría la pena pensar si no estamos en mora de salirnos de ese tribunal inoficioso para que no nos sigan asustando con un tigre de papel.