Alonso Quijano es el nombre del personaje que le da vida a un profesor de literatura de la Universidad Nacional. Un hombre alto, delgado, de cabello cenizo y con el deseo de contagiar el gusto por el Quijote a sus alumnos, a través de lecturas en voz alta, representaciones teatrales que, junto a Álvaro Rodríguez, quien interpreta a Sancho y a su vez le da vida a Santos Carrasco, hacen a los estudiantes. Viajan (ambos) por diferentes espacios de la ciudad de Bogotá repasando los diálogos del Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra. Un día el profesor se queda viviendo en el personaje —el Quijote— y ya no identifica la realidad de la ficción.
La narrativa conduce al espectador a un viaje por Bogotá y Medellín, por diferentes historias que se van entrelazando y de una manera sutil y bien lograda va conectando las acciones entre la primera línea de tiempo: un Quijote en Bogotá —el profesor Quijano y su pérdida de cordura—, con la segunda línea de tiempo: el mismo Quijano, más joven y menos conciliador con los momentos que afronta en una familia recién armada que se va desmoronando. La actriz Brenda Quiñonez (Lorenza) es una estudiante de literatura, como muchas adolescentes desconectada de sus padres, y que hace las veces de Dulcinea, está encontrando su identidad y tiene como recursos el punk, los libros y los amigos que va fortaleciendo en la cotidianidad de la universidad. Una actuación espontánea, creíble, que deja ver cómo irá descubriendo en la lectura la posibilidad de no enloquecerse frente a la barbarie del mundo. De resaltar en la cinta el espacio actoral que se le da a Consuelo Luzardo y Carmenza González y Humberto Dorado, esos colosos de la televisión colombiana y, que con los años terminan las productoras tratándolos como porcelanas de repisa. Importante como memoria histórica dentro de la cinta ese subtexto que va contando los desplazamientos en Colombia, la época sangrienta del cartel de Medellín en los años novena, las escuelas de sicariato en las comunas de la capital paisa. El cine para no olvidar.
La película propone vivir la fantasía del Quijote. Invitar a acercarse después de ver la película, a su obra, a sus diálogos y a su lenguaje, a su lectura en voz alta, a la experiencia de esa conversación entre el libro y el autor. Es una oda a la obra burlesca del Quijote, la obra más importante escrita en español que se colombianiza en el cine. Y esta clase de películas son otras narrativas creativas para mantener vigente un clásico de la literatura publicada hace más de cuatrocientos años. También el Quijote es una obra que se centra en el amor cómo recurso para hacerse el loco frente a la realidad. Y mientras se está loco, la realidad es menos mezquina, menos arbitraria y soez. Y así lo deja ver la película cuando el profesor Quijano escribe en su libreta:
Aunque Dulcinea no fuera la dama y señora de sus sueños; aunque no habitara en un castillo, para don Quijote la humilde aldeana era la materialización misma del amor, del amor platónico, quizás más puro y más verdadero que el amor carnal, porque no la misma humanidad del hombre puede corromperlo ¿Lo que mueve su existencia son en verdad las novelas de caballería o es la búsqueda del ideal del amor? ¿No es ese mismo ideal que ha movido durante años la voluntad de los hombres? ¿Esto es estar loco? ¿Por qué don Quijote podría estar más loco que otros igual de idealistas?
En el cine colombiano, después de Bolívar soy yo, donde el personaje Santiago Miranda enloquece interpretando a Bolívar y abandona eufórico el set de grabación, no se había visto un personaje, esta vez literario, que viviera el límite entre la realidad y la fantasía. El cine diciendo a través de sus personajes que tanto en Bolívar soy yo y en Un tal Alonso Quijano: quizás es necesario construir por medio de un tejido tolerancias entre seres humanos y permitir la locura de los otros. La cordura puede ser muy monótona, predecible y aburrida: ¿Por qué no solo se me permite vivir la fantasía de un Quijote?