Un pequeño visitante en la Feria del Libro

Un pequeño visitante en la Feria del Libro

La historia de un niño de 10 años, fascinado con lo que se encontró en Medellín

Por: Susana de la Hoz Orozco
septiembre 24, 2014
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Un pequeño visitante en la Feria del Libro
metrodemedellin.gov.co

Detrás del incesante movimiento de las 349.858 personas que asistieron a la Fiesta del Libro y la Cultura, entre coloquios, danza, música, historias y libros, me lo encontré a él, y supe que además de los extranjeros convencionales que se aventuran en esta ciudad de furia, existen pequeños extranjeros, que se asombran con el mundo que los rodea, que vienen de más allá de las montañas y que viven donde están esas luces que parecen escarcha en las noches oscuras que abrazan a Medellín.
No me dijo su nombre, pero su mirada fue suficiente. No tenía que saber más. Tendría aproximadamente 10 años o quizá un poco menos y tenía puesta una camisa naranja de la Alcaldía de Medellín. Estaba en la entrada de la estación Universidad del Metro, recogiendo monedas. Llevaba en sus manos un par de fotografías patrocinadas por la Fiesta del Libro; en total ocho fotos de sí mismo. Unas con una sonrisa tímida, otras con un sombrero más grande que su cabeza, y el resto con un semblante serio, como de señor.

Le pregunté, ¿cuánto te falta? Él me mostró su mano donde tenía $700 en monedas. Le pregunté después que si había venido solo. Él respondió que sí. Su mamá estaba trabajando. Y luego preguntó con curiosidad, ¿y eso es hasta hoy? Yo le contesté que duraba hasta el domingo, y mientras yo terminaba de responderle, comenzó a hablarme de su aventura por los corredores del Jardín Botánico y de cómo disfrutó de esa fiesta de la cual ni estaba enterado. ¿Y allá por qué hay tanta gente?, ¿usted dónde vive?, me preguntaba y luego seguía hablando. “Yo me recorrí todo eso, vine a ver las iguanas y las tortugas y también estaba jugando con las tabletas”. “Yo vivo por allá”, -me decía mientras señalaba las montañas-, “y cojo metro y luego Metrocable, y tengo gallos de pelea”, me decía con orgullo.

Mientras hablaba lo tomé de la espalda y lo acompañé a comprar el tiquete del metro. “Y usted, ¿para dónde va?” Me preguntó mientras caminábamos. Le respondí que iba para la Floresta, a Santa Lucía. “¿Santa Lucía?” Dijo él. “¿No será Andalucía?” Pensó que iríamos para el mismo lugar, pues era él quien se dirigía para allá. En la fila escuchaba atento los intercambios fugaces entre los pasajeros y los vendedores de tiquetes, y preguntaba con rapidez, “¿un integrado?, ¿eso qué es? ¿Y por qué la gente hace viajes?, ¿salen del país?”, yo apenas pude responder y le expliqué algo que quizá no entendió o no escuchó pues volvió a preguntar, “¿ah, salen de la ciudad?”, no hice más que sonreír por la belleza de su inocencia.

Apenas compramos el tiquete, me pidió que lo introdujera por él en la máquina del torniquete pues le daba miedo, porque “una vez casi le lleva el brazo”. “Espere que no sé para dónde voy”, me dijo mientras se acercaba a unos funcionarios del metro a preguntarles la dirección en que debía ir.

Fue tan rápido al irse que no pudo despedirse; y yo, con el corazón feliz, me quedé mirando a las escaleras donde lo vi por última vez. Después de unos segundos, lo vi volver con cuidado, buscándome con la mirada. Había vuelto a despedirse. Agitó su mano como diciéndome adiós y me mostró su pulgar, quizá en forma de agradecimiento. Tras verlo ir, comprendí que habitamos con tantos seres, que olvidamos admirar la belleza que yace en cada uno; que no hace falta viajar por el mundo para conocer gente nueva, con algo qué decir, algo por contar, ya sea joven o adulto; que existen seres que admiran con extrañeza su propia ciudad, que viven dentro de ella, pero se encuentran lejanos de su propio vértigo, pero que siempre están cerca, ansiosos por ser escuchados.

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