Algunos cantan ópera. Luciano Pavarotti era una ópera (Bono).
Salí con el ojo aguado y el eco de Insha'Allah (“Si Dios quiere”, en árabe), de Nessum Dorma, de la ópera Turandot, repicándome como un gong en el cerebro. El fascinante efecto duró hasta cuando rompí en la calle con el trepidar de automóviles y la vocinglería de las cornetas de los vendedores de aguacate y mango biche.
No importa, me dije. Lo que queda del día está arreglado: con Pavarotti me basta. Y eché a caminar sin prisas por la Séptima hacia el sur, rebobinando en cada paso esta obra monumental del oscarizado Ron Howard (Una mente brillante, El luchador, Apolo 13, entre otras; y documentales del calibre de The Beatles: Eight days a week, Made in America y The touring years).
Una ópera cinematográfica la de Howard con el tenor más admirado, querido y recordado que en su historia haya dado el arte lírico: El Pavarotti de los inicios de su carrera, distante de las veleidades de la fama, de una timidez seductora; el estudiante entregado a su vocación y disciplina en un tránsito afortunado hasta llegar a la cumbre del estrellato, con el revolucionario cometido de llevar la ópera a todos los públicos, incluso a los seguidores del rock, ¡vaya contraste!, tal y como lo hizo en Dublin, Irlanda, con la colaboración de su entrañable amigo Bono, líder de U2.
Pero a su vez el Pavarotti fondo blanco como ser humano: el de entrecasa, el cocinero, el apegado a su familia, a las tres hijas de su primer matrimonio, y ya en la cima de su carrera, a una edad en que lo había hecho todo, como tocar el cielo con su voz prodigiosa, enamorado de su asistente, la joven y bella Nicoletta Mantovani, a quien superaba en treinta y cuatro años.
Un idilio tormentoso por el escándalo social, trágico por el parto de los mellizos, al que sobrevivió Alice; y definitivo por la esclerosis múltiple que le diagnosticaron a Nicoletta, y años más tarde, el cáncer de páncreas que fue aminorando la pródiga existencia del tenor, hasta su fallecimiento el 6 de septiembre de 2007, en Módena, Italia.
Un Pavarotti al límite, entre lo humano y sagrado: filántropo con las causas nobles por los niños segregados y lastimados de la guerra de Bosnia; por los infantes sumidos en el dolor y la incertidumbre del cáncer de médula, con quienes instauró su fundación a través de donaciones, que hoy rige su viuda Nicoletta.
El Pavarotti rodeado de celebridades, el que provocó lágrimas emocionadas de Diana de Gales, la princesa amada de la corona inglesa, y el Pavarotti que hizo levantar de sus asientos a la élite del mundo en la apoteósica gira de Los Tres Tenores, con sus entrañables amigos: José Carreras y Plácido Domingo.
Cientos de representaciones operáticas, recitales en solitario, conciertos colectivos, clases magistrales, festivales benéficos, siempre con el sello de su sonrisa cómplice y bonachona, su torso de panda, su humildad y respeto ante la desconcertante vastedad del universo y la vulnerabilidad del ser humano, como reafirmándose en que por más halagos y reconocimientos derivados del don que Dios le otorgó, todo lo logrado no era más que un préstamo efímero de los mortales, conscientes y desarmados frente a la finitud irremediable, como el Garrick de la corte inglesa que le enseñó a los cómicos a reír con llanto, pero también a llorar a carcajadas.
Howard presenta en este documental a un Pavarotti tridimensional como un cubo de Rubik. Esculca en el fondo de su ser. Rescata documentos íntimos e inéditos con su familia. Recurre a los testimonios de la gente más cercana a su vida y a su carrera: Adua Veroni, su primera esposa y madre de sus tres hijas (Lorenza, Cristina y Giuliana). La misma Nicoletta Mantovani al filo de los cincuenta años. Sus afortunados empresarios, los músicos y directores de su confianza como el flautista italiano Andrea Griminelli y el batuta indio Zubin Mehta, decisivo en el éxito rotundo que marcó las giras de Los Tres Tenores.
“Aprendí que una de las metas más ambiciosas de Pavarotti era expandir el alcance de su arte para que más gente se enamorara de la ópera. Una y otra vez se esforzó, ya fuera enseñando o viajando a los Estados Unidos, o a China, para acercar a la gente a la ópera. Tengo la esperanza de que nuestro documental ayude a continuar ese trabajo de llevar la belleza a la mayor cantidad de gente posible en el mundo”, recalca Howard.
Destacar que el aporte de la tecnología Dolby Atmos permitió que la banda sonora capturara la voz de Pavarotti en una variedad de entornos diferentes. Al respecto agrega Howard: “Con esta tecnología logramos que parezca que estás en una habitación pequeña. Otras veces, en el Amazonas, o con Los Tres Tenores, en un coliseo al aire libre, por su amplitud en la escala del sonido, perfectamente sincronizado en su ajuste y fidelidad”.
Howard sostiene que vio los conciertos más electrizantes de Pavarotti y se sorprendió con la profundidad emocional del tenor, algo que solo había atestiguado en grandes actores: “Me impactó lo que se ve detrás de la mirada de Pavarotti cuando está cantando. Es como un actor del Método que extrae emociones profundas de un dolor personal con el que se conecta. No importa quién seas, su pureza te conmueve”.
Más allá de las estruendosas galas y de sus giras a granel, Ron Howard y su equipo revisaron los archivos en busca de docenas de entrevistas que Pavarotti realizó para programas de entrevistas en televisión y noticieros. Luego, llevaron a cabo cincuenta y tres entrevistas nuevas en Nueva York, Los Ángeles, Montreal, Londres, Módena y Verona, desde abril de 2017 hasta junio de 2018. Esta serie de conversaciones aportó las perspectivas no solo de las esposas, familiares, estudiantes y compañeros de ópera y rock, sino también de los administradores, promotores, que ayudaron a trazar la insólita ruta de su estrellato.
La película inicia con uno de los clips más asombrosos y oníricos de todos. La fecha, 1995, el lugar, un paraje exótico de Manaus (Brasil), con el marco de todos los verdes de esa catedral gótica de la naturaleza que es el Amazonas, en el pequeño y novelesco auditorio de ópera, el Teatro Amazonas, donde una vez cantó el gran Caruso.
Como evocando a Klaus Kinski en Fitzcarraldo, el clásico cinematográfico de Werner Herzog, Pavarotti aparece informal, espontáneo, ante un puñado de turistas que se encuentran, sin proponérselo, con tamaño privilegio. El clip, filmado por el flautista Andrea Griminelli, que viajaba con Pavarotti en ese momento, nunca se había compartido públicamente.
Algunos cantan ópera. Luciano Pavarotti era una ópera, cita un sesentón Bono en este magnífico documental revelador, íntimo y conmovedor, que pone de presente no solo al rutilante exponente del arte lírico en los escenarios del orbe, sino al extraordinario ser humano, con sus fallas, debilidades y reparos, como es la esencia y la naturaleza que se nos confiere.
En ese ejercicio de deshilvanar lo bello y grato del pasado a partir de esta experiencia enriquecedora que en la pantalla grande nos comparte el maestro Ron Howard, recordé la apoteósica noche de Pavarotti, acompañado de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, aquel 12 de febrero de 1995, en el estadio El Campín, bajo un cielo tachonado de luceros, porque hasta los astros se habían confabulado con su presentación.
Ante 50.000 espectadores (los caballeros de platino de smoking y cuello pajarita, y sus damas acompañantes de vestidos largos y sedosos de ceremonia), el gran tenor italiano me hizo contraer el músculo cardíaco con la interpretación de las dos arias de Tosca: Recondita armonia y E lucevan le stelle, de Puccini; y los dos actos dramáticos de Pagliacci (Payaso), de Ruggero Leoncavallo, mientras las damas de las localidades vecinas remojaban sus pañuelos en lágrimas. Una velada de dos horas largas de “¡Otra, otra, otra!”, al final, y don Luciano, en lo más alto, bañado por la luz de los reflectores, feliz y complaciente.
La invitación fue de Fanny Mikey, una de las empresarias del monumental concierto que, hasta esa fecha, en Colombia, era un imposible. Pero bien sabemos que a ella nunca le quedó grande nada. Pasaportes celestiales de adelanto, antes del viaje definitivo.
Esa vez también salí con el ojo aguado.
Pavarotti llega a Colombia en exclusiva gracias a Cineco Alternativo y tendrá funciones del 16 al 22 de septiembre en salas de Cine Colombia de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cartagena, Villavicencio, Ibagué, Manizales, Popayán, Armenia y Pereira. La boletería ya se encuentra en preventa.