Está claro que ya se ha desplegado toda una campaña antiparo. Y esta campaña se explica porque el supuesto es alarmante: el paro nacional del 21N puede desatar una indignación popular tan grande que la capacidad de contención no sea suficiente para controlarla.
La campaña antiparo ha recurrido a todo tipo de estrategias para bajarle la temperatura al descontento social. Se les ha dicho de todo tanto a los promotores del paro como a los que van a salir a las calles a participar: desestabilizadores, anarquistas, violentos, vándalos, criminales, terroristas, entre otros calificativos. Otros afirman con absoluta comodidad, desde sus posiciones de privilegio, que para qué protestar si no existen motivos, que todo está muy bien, que para eso están los canales de participación y además existe el diálogo civilizado.
Pero lo que más me ha llamado la atención es el significado que va tomando el paro en este momento tan convulso y turbulento a nivel latinoamericano. No es gratuito que sectores y personalidades tan variadas se vayan sumando al paro nacional insistiendo en que las movilizaciones se desarrollen de forma pacífica. Además el presidente Iván Duque y algunas centrales de trabajadores firmaron ya una declaración conjunta insistiendo en el carácter pacífico de la protesta. Incluso voceros y representantes del Centro Democrático han venido bajándole el tono a sus intervenciones sobre el paro del 21N.
Creo que una marcha se presume pacífica, de lo contrario carecería de la pretensión de recoger una convocatoria amplia, diversa y participativa. El asunto entonces es preguntarse de qué estamos hablando cuando convocamos a un paro nacional: ¿una marcha o un paro? Porque si el paro nacional del 21N se reduce a una marcha entonces los cambios que podríamos lanzar aprovechando la indignación y el descontento social no se van a dar. ¿O es que acaso el presidente de Ecuador Lenin Moreno derogó el decreto 883 porque los indígenas ecuatorianos hicieron desfiles de manera ordenada, obediente y pacífica? Por supuesto, esta no es una reflexión para hacer apología de la violencia, sino para dar claridad de la diferencia entre un paro y una marcha.
Un paro no es una marcha. Un paro, si se quiere, se encuadra como un mecanismo de solución de conflictos directo y unilateral que, aunque no esté reglado, puede alcanzar plena legitimidad social (por ejemplo, el paro cívico en Buenaventura en 2017). Quiere decir que un paro es un bloqueo, una situación de interrupción del funcionamiento normal de la producción, del transporte, del comercio, de las actividades normales en las ciudades. Si se revisa la historia de las sociedades no es de otra manera que se han logrado las transformaciones profundas en ellas.
Si realmente queremos empujar cambios desde abajo y cambios profundos en el modelo social, en el régimen económico y jurídico, y en el cuerpo político del país, no se harán si no estamos dispuestos a ejecutar a fondo un verdadero paro nacional. O es que, para citar un ejemplo en caliente, ¿acaso en Chile los cambios que se están logrando no se han dado debido a un estallido social tan grande, tan radical, que ha hundido a toda la sociedad chilena en una crisis sin precedentes y ha amenazado de manera directa el dominio y los privilegios de las élites económicas y políticas?
Claro, está muy bien que se convoque y se insista en una movilización pacífica, pero eso sí, que ello no encubra una estrategia que lo que pretende es que protestemos como los poderosos quieren que protestemos, que elevemos las consignas que los privilegiados quieren escuchar, y que salgamos a los desfiles tan obedientes y calladitos para recibir luego aplausos y felicitaciones de los mismos que tienen jodido a este país.