Hay una Colombia urbana para la cual el proceso de paz no es importante. Y hay una Colombia rural para la cual la lucha contra el narcotráfico es una calamidad económica. Entre las dos forman un país sumergido en el centro de los dos asuntos que más afectan la convivencia nacional, sin mayor figuración en el debate público o en las estadísticas oficiales.
Cada vez que se ha preguntado a los colombianos en los últimos años cuáles son sus necesidades más sentidas, en encuestas que se hacen en las ciudades, el proceso de paz ha estado detrás del desempleo, el costo de vida, la inseguridad, la movilidad y la corrupción. El proceso de paz fue una imposición afortunada del mundo político en la agenda nacional. Parte de la resistencia a él se explica porque mucha gente considera que no han debido gastarse tantas energías sociales y recursos en el asunto, y el resultado del plebiscito así lo indicó.
Propaganda negra incluida, el hecho fue que la mayoría de los colombianos, que reside en las ciudades, dijo no al acuerdo pues se trataba de un asunto desagradable, donde se hacían grandes concesiones a personas que habían hecho mucho daño, pero no en las puertas de la mayoría de los votantes, quienes jamás se vieron a sí mismos como habitantes de un país en guerra. El conflicto armado con sus millares de víctimas y millones de desplazados ha sido un problema rural, que no ha impedido el desarrollo del sector agroindustrial ni ha interferido en materia grave con el funcionamiento de la economía. Venderlo como una prioridad a la Colombia urbana ha sido una labor de romanos.
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La guerra ha sido un buen negocio para las ciudades
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De otro lado, la guerra ha sido un buen negocio para las ciudades. Se puede usar el símil de que no hay nada mejor desde el punto de vista económico que una guerra que no toque las fronteras de quien la declara. La prosperidad norteamericana de mediados de siglo XX se explica en buena parte por los enormes gastos militares, la economía volcada a la producción de guerra en la Segunda Guerra Mundial, sin que las fábricas que producían costosos artículos durables que se destruían de inmediato, ni la infraestructura, hubieran sido tocadas. En Colombia todos los gastos del aparato militar que ha sostenido el conflicto han sido una inyección de recursos importante a la economía formal, en la cual el sector agropecuario no industrializado, escenario del conflicto, no tiene un peso destacado. Así que vender la idea de una paz que parecía innecesaria y a un alto costo de oportunidad, no fue ni sigue siendo fácil.
En cuanto a la lucha contra el narcotráfico (recursos que también se han inyectado a la economía formal, Plan Colombia incluido), existen zonas del país en las cuales la existencia de los cultivos ilícitos explica su prosperidad, la modernización de propiedades rurales, la creación de nuevas empresas, nuevos empleos, el aumento en la capacidad de compra.
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Vender la idea de una paz que parecía innecesaria y a un alto costo de oportunidad, no fue ni sigue siendo fácil
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Estudios serios y recientes indican que los recursos del narcotráfico que se quedan en el país pueden significar el último año entre 15 y 18 billones de pesos, que equivalen a 2 puntos del Producto Bruto Interno, debido al auge de los cultivos de coca que llegan a 200.000 hectáreas y producen cerca de 1.000 toneladas métricas de cocaína. De otra parte, las cifras económicas de 2019 indican que las importaciones fueron superiores a las exportaciones en USD 10.769 millones, déficit comercial que aumentó en USD 3.700 millones comparado con el 2018 y que el comercio minorista creció 7 u 8 veces más que la industria y la agricultura, con un pobre crecimiento. Una pregunta para los analistas: ¿De dónde salió la plata para financiar todo ese mercado importador? ¿En qué medida corresponde a lavado de dineros y contrabando?
Como existe el misterio de explicar por qué la economía colombiana crece 3,3 % mientras el promedio de crecimiento de América Latina es de 1,7 %, quizás no sobra mirar el impacto de los recursos del narcotráfico, que no registran las estadísticas, pero que están allí a la vista de todos. ¿No es explicable entonces que esa costosa, arriesgada, valiente, inevitable e infructuosa lucha contra de narcotráfico no produzca mayores resultados, puesto que compromete el bienestar económico de muchos, sin que haya otras alternativas económicas?
Uno puede argumentar todas las razones institucionales imaginables: la corrupción que genera el narcotráfico a lo largo y ancho de aparato estatal, su influencia nefasta en la política, la violencia que genera, el precio en vidas que se ha pagado para combatirlo, mientras el consumo de drogas se vuelve un rasgo cultural corriente en los países industrializados. Sobre todo, la maldición que genera ese tráfico en la gente más humilde. Pero, su presencia en Colombia es la confirmación de que Poderoso Caballero es Don Dinero.
El punto central de estas impertinencias es que hay que conocer mejor a ese país enorme, sumergido, donde hay gente que no gusta del proceso de paz y gente que gusta del narcotráfico, que no es la misma gente, por razones que no son legales, cívicas o morales, sino de orden práctico. No para hacer una apología del cinismo, ni para justificar la existencia del conflicto armado o del narcotráfico, sino para tratar de entender por qué han durado tanto.