Un país que tiene mejor tierra que gente
Opinión

Un país que tiene mejor tierra que gente

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mayo 22, 2014
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Eran diez los integrantes de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo conformada por el presidente César Gaviria para repensar la educación. La gente los llamaba “el grupo de los sabios” como para no tenerse que acordar del nombre de ninguno. (Patarroyo, Llinás, Marco Palacios, Eduardo Aldana, Luis Fernando Chaparro, Rodrigo Gutiérrez, Carlos Eduardo Vasco, Ángela Restrepo, Eduardo Posada y Gabriel García Márquez). Producto de sus conocimientos, análisis y reuniones fue el informe final titulado Colombia: al filo de la oportunidad, cuya proclama, Por un país al alcance de los niños, leído por el propio GGM en julio de 1994, es un texto magistral lleno de historia y literatura —no podía ser de otra manera con el nobel de por medio—, vigente siempre porque nos sitúa en las raíces de la agresividad, el individualismo, la codicia, el amor por la tierrita, la desmesura, la deficiente educación y la autocomplacencia que nos caracterizan a los colombianos.

“Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos”, señalan los sabios en alguna parte del texto. (Ojalá leerlo y/o releerlo sea un propósito común). A pesar de que muy probablemente sospechaban que su esfuerzo correría la misma suerte de lo que ellos denunciaban: el olvido. Por la sencilla razón de que invertir en educación es invertir a futuros y eso a los políticos de turno les encaja recto a la barbilla, los noquea. Lo suyo son los resultados inmediatos y tangibles. Ver y tocar, para luego votar. De ahí que la dichosa oportunidad que detectaron los diez colombianos, hace dos décadas —se ajustan en junio—, haya perdido el filo y esté con la punta roma, tal como nos lo refriegan a diario los medios de comunicación, resultados desastrosos de las Pruebas Pisa incluidos. (Todavía debe haber cajas humedecidas, repletas de documentos que nunca se repartieron, en algún socavón de la Casa de Nariño, si no es que ya salió el material para la picadora, como dicen en las editoriales).

Hay un párrafo de la proclama cuya reproducción a manera de cartel debería ser tan obligatorio en instituciones educativas, como lo es la foto del dictador en todos los despachos oficiales: “Nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde terminan los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada uno pudiera trabajar en lo que le gusta y solo eso”. Pero, qué. Es un párrafo de esos que, en nuestro país, la gente aplaude para limpiar conciencias. Pasado el furor inicial, de tanto en tanto nos volvemos a rasgar las vestiduras exigiendo a voz en cuello consensos de los sectores público y privado, pactos nacionales, compromisos gubernamentales, alianzas estratégicas y demás porque, ahora sí, llegó la hora de la educación. (Admiro y agradezco la lucha solitaria y permanente que Antanas Mockus, Sergio Fajardo y un puñado de dirigentes del sector educativo —hombres y mujeres— a quienes no es posible mencionar aquí con nombre propio, libran contra viento y marea para que en próximas generaciones la sociedad colombiana reverdezca).

De esta carta de navegación que la Misión diseñó hace veinte años —¡veinte!, y el Macondo que va de la Guajira al Amazonas sigue igual, ¿peor?— resalto unas líneas de la parte final: “Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética —y tal vez una estética— para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar… Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía…”. Mmmjjj.

COPETE DE CREMA: Dice el coordinador de las Pruebas Pisa, Andreas Schleicher: “La educación en Colombia se basa en métodos anticuados”; dice el vicepresidente de Mercados Emergentes de Microsoft, el colombiano Orlando Ayala: “Ningún país es competitivo sin apostar por la educación”; y dice el científico colombiano, Rodolfo Llinás: “Yo siempre he dicho que Colombia tiene mejor tierra que gente”. Qué vergüenza.

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