Todos sabíamos que el posconflicto no sería fácil. Que la reinserción, sustitución de cultivos, restitución de tierras y los demás puntos del acuerdo agudizarían las problemáticas sociales que habíamos naturalizado y aprendido a sobrellevar. Sin embargo, con las 293 muertes de líderes sociales que siguen sumando a lo largo de estos dos años de la firma de la paz, nos hemos dado cuenta de otros actores del conflicto que si bien conocíamos, los subestimábamos, ocultándolos bajo la sombra protagónica de las Farc.
Un asesinato de defensores de derechos humanos cada cuatro días es algo que se nos salió de las manos al momento en que los altos mandos del poder decidieron guardar silencio o mostrar impedimento para esclarecer sus causas, que variaron desde “motivos personales” a cruce de intereses. No obstante, lo que más preocupa no es la ineptitud estatal, que nadie puede negar que existe, sino la inoperancia de la Unidad Nacional de Protección, en la que su director, Diego Mora, reconociendo su responsabilidad, se muestra impedido ya que el esquema, afirma, se rebosó hace más de dos años cuando las solicitudes de seguridad se dispararon.
Así pues, exponiendo la falta de garantías que tienen los líderes sociales y reconociendo la inutilidad del gobierno por velar por la protección de cada uno de ellos, el problema de fondo continúa siendo otro. El empoderamiento de las disidencias, paramilitares y bandas criminales tras dejar las armas las Farc muestra el peligroso desequilibrio que deja la ausencia de la guerrilla colombiana y la lucha por apoderarse del trecho que por más de 50 años, había controlado. Como si durante el conflicto, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, independientemente de su ilegalidad, hayan ejercido una autoridad sobre un territorio en donde ni la fuerza pública, hacía presencia.
El error, más que negligencia, fue la incapacidad de prever los efectos de la paz, que si bien se conocían, jamás se dimensionaron. Era obvio que en el bajo Cauca, Nariño, Putumayo, Catatumbo y regiones que jamás apropiamos, el poder estuviera en manos de alguien más; Hoy, sin una autoridad ni estatal ni ilegal, son campo de batalla de los grupos al margen de la ley que se disputan el control de la zona, rica en cultivos ilícitos, minería informal y escenario propicio para cualquier clase de actos delictivos que sus líderes piden detener.
El conflicto de intereses entre el gobierno saliente y el presidente electo favorece la postergación de esta masacre colectiva. Ambos, se abstienen de emitir juicios al respecto o actuar en su favor. Digo se abstienen, porque condenar dichos asesinatos no es tomar posición, es sentido común. Y tanto Santos como Duque se limitaron a ello, a hacer y decir lo obvio.
Por otro lado, el pueblo colombiano observa impotente el desangre de su gente. Algunos, como los asistentes a la “velatón” del pasado viernes, rechazan y piden a gritos una pronta solución. Otros, intentan justificar dichas muertes con argumentos que sobrepasan cualquier límite racional.
Colombia está prácticamente “manicruzada”. La intervención de organismos internacionales, como la Corte interamericana de Derechos Humanos, no es exagerada, como lo afirman muchos senadores del uribismo, sino lo único que podría ayudar a frenar la ola de violencia en la que ni el gobierno ni los ciudadanos pueden hacer algo al respecto.