No resulta exagerado decir que las universidades podrían salvar a Colombia, si Colombia tuviese universidades de verdad, una apreciación que vemos reflejada en una declaración del escritor William Ospina, cuando asevera con sensatez que nuestras universidades no pasan de ser meros kínderes de la industria, máxime cuando están cooptadas por el neoliberalismo, con fordismo y taylorismo académico a bordo. En otras palabras, nuestras universidades, como las del resto del mundo, se han convertido en verdaderos zocos. En general, la crisis de las universidades colombianas forma parte de la crisis de la institución universitaria en todo el planeta, un tema que ha dado lugar a una abundante literatura desde hace varias décadas, incluidas ciertas obras de José Ortega y Gasset, José Carlos Mariátegui y Fernando González Ochoa. Por su parte, Gabriel Zaid ha diagnosticado la imposibilidad actual de encontrar la alta cultura en el seno de las universidades, por lo que considera con tino que la alta cultura sobrevive en las que denomina como las instituciones de la cultura libre. Esto es entornos alternativos ajenos a los distópicos mentideros universitarios. Así, tales instituciones tienden a ser entornos convivenciales, lo cual significa que procuran promover los valores de uso por encima de los valores de cambio.
Lo anterior implica que la buena investigación, la que, realmente, pone en juego el modo científico de comprender el mundo, sólo es factible en el seno de las llamadas sociedades convivenciales. A esto se refería Iván Illich, el crítico más lúcido y penetrante de las contradicciones de las sociedades industriales dominantes, como investigación convivencial, entendida como aquella basada en la ciencia hecha por la gente en vez de la ciencia hecha para la gente por parte del monopolio radical de unos expertos que ven a los demás como objetos de investigación y no como investigadores. Por desgracia, el paradigma de la investigación convivencial destaca por su ausencia en nuestras universidades, máxime cuando la autonomía de éstas ha quedado reducida a unos niveles hilarantes, al punto que nuestros rectores apenas cuentan, por así decirlo, con autonomía para decidir la altura a la que se debe cortar el césped y el programa del ballet folclórico. En semejante estado de cosas, adquieren pleno sentido dos frases esclarecedoras que retratan la dura realidad de la ciencia al sur del río Grande: “Feudalismos de alta tecnología”, debida a Heinz Dieterich Steffan; y “países con investigación, pero sin ciencia”, acuñada por Marcelino Cereijido. Desde luego, Colombia no es la excepción a este respecto. Es decir, en Latinoamérica, la ciencia sigue siendo una pobre dama vergonzante.
Los hechos son tozudos en lo que a esto concierne. En efecto, las universidades colombianas actúan de la misma forma en asuntos de investigación, con unas características bastante conocidas, las cuales incluyen: (1) Privilegio de la investigación aplicada en detrimento de la investigación fundamental; (2) desmedro de las ciencias humanas frente a las ciencias exactas y naturales; y (3) un culto demencial en lo que a la publicación concierne, esto es, publicar por publicar sin parar mientes en cuanto a si lo publicado jalona o no el avance del conocimiento y la mejora de las sociedades. En palabras de un antiguo alumno mío que cursa hoy día un postgrado en Eafit: “...publique, publique y publique. Una "edad de la inocencia" académica donde el "otro" me dice qué hacer: ¡No piense, publique! […] Estamos frente a un mercantilismo académico que no deja espacios de reflexión”. Por así decirlo, vivimos en el seno de un Absurdistán universitario. Las consecuencias de esto son la evanescencia de lo científico en el quehacer universitario y un reduccionismo infausto a lo meramente investigativo en clave crematística. Al fin y al cabo, poderoso caballero es don Dinero, Mammón campa por sus fueros. Es el feroz capitalismo cognitivo sin ir más lejos.
Por fuerza, esto debe reflejarse más allá de la linde universitaria. Desde hace buen tiempo, se sabe que menos del 1% de lo publicado en revistas tecnocientíficas jalona realmente el avance del conocimiento. Esto quiere decir que, a la hora de seleccionar información de calidad para diversos fines, no tan sólo los investigativos realmente serios, es menester separar con cuidado el oro de la paja, practicar la defensa propia intelectual como la denomina con tino Noam Chomsky. Para colmo, el grueso de lo publicado en forma de libros y revistas por nuestras universidades no le hace honor al lema de la Real Academia Española: “Brilla, fija y da esplendor”, lema acompañado por un crisol puesto al fuego. Sencillamente, da grima el precario manejo idiomático que vemos en la mayoría de profesores, estudiantes y egresados, todo un despliegue de inopia mental y espiritual. Esto adquiere un cariz mucho más grave si tomamos en cuenta que Lev Semionovitch Vygotsky, el psicólogo más grande del siglo XX, estableció que el lenguaje constituye la expresión por excelencia de las facultades mentales superiores. En otras palabras, quien lee y escribe bien, piensa. Así las cosas, si los crematísticos “productos académicos” del grueso de los universitarios adolecen de la falta de una pluma galana, se concluye por fuerza que la mayor parte de nuestros universitarios no piensa, no reflexiona. De ahí que sean capaces de publicar por publicar sin pensar cual robots. Para comprobar esto, no es menester leer los “productos académicos” de marras, puesto que basta con darle un vistazo a la hórrida forma de redactar en el correo electrónico por parte de los universitarios, cuestión harto terrible en un país en el que, en pleno siglo XX, abundan los biblioclastas que le temen al pensamiento crítico, aunque, si escriben sus barbaridades, lo hacen con antiestéticos balígrafos.
En este sentido, la situación de las bibliotecas debería preocuparnos en grado sumo. Después de todo, no todo está en la Internet, como bien lo sabe todo aquel que ame el conocimiento y esté a la caza de buenas fuentes para sus pasiones inquisitivas. En la actualidad, hay un problema delicado en el mundo: dado que el material básico de los libros es el papel, y que el papel fabricado desde hace décadas es de un pH ácido, resulta inevitable el deterioro de las cadenas de celulosa constitutivas de dicho soporte. En otras palabras, este tipo de papel termina por hacerse polvo. De esta suerte, se impone el reemplazo de millones y millones de libros en múltiples bibliotecas del mundo. Por desgracia, esto no es nada fácil habida cuenta de que no se cuenta con los presupuestos necesarios para ello. Por ende, asistiremos a la desaparición de un universo de conocimiento de gran valía. Por lo demás, no hemos de consolarnos con la posibilidad de digitalizar todo ese rico material bibliográfico para prevenir su pérdida. En concreto, se teme una disminución apreciable de los recursos energéticos conforme transcurra este siglo XXI en el que estamos. Y la Internet no puede funcionar sin energía, por lo que, en un futuro no lejano, cabe temer la posibilidad de no contar con la telaraña mundial por doquiera. En semejante escenario, se hará sentir con tremenda fuerza la pérdida de todo ese tesoro bibliográfico. En el caso colombiano, esta situación adquiere un cariz ominoso por cuanto asistimos a la reducción sistemática de colecciones bibliográficas y hemerográficas en no pocas bibliotecas so pretexto de la disponibilidad en la Internet, lo cual no siempre es cierto. Por ejemplo, si el lector se da una pasada por la Biblioteca de Comfama San Ignacio en la ciudad de Medellín, podrá percatarse de que, digamos, la colección de la revista Mundo Científico, o sea, la versión castellana de la revista francesa La Recherche, apenas está disponible, si acaso, para los últimos años, como si no valiese la pena contar con los números más antiguos, como si apenas tuviese valor el novísimo conocimiento de los últimos años o cosa parecida. En otras palabras, vivimos en una sociedad ahistórica y ágrafa, enemistada con Mnemósine. No es sólo la universidad.
Afín con lo previo es la situación de las librerías. En ciudades como Medellín y Bogotá, se asiste desde hace un buen número de años a la desaparición de más y más librerías. En el centro de Medellín apenas quedan librerías y bibliotecas. Librerías emblemáticas como la Continental y la Científica son ya una añoranza para las personas cultas aún vivas. Para colmo, si alguien desea conseguir buenos libros para cultivarse, deberá hacer un gran esfuerzo para lograrlo y no perecer en el intento. De aquí que llame poderosamente la atención la afluencia de una buena cantidad de personas a las pocas ferias del libro realizadas en la ciudad, como Días del Libro en el barrio Carlos E. Restrepo y la Fiesta del Libro y la Cultura en el Jardín Botánico y espacios adyacentes. Se diría que la gente culta busca paliar en lo posible con estas ferias la escasez de buenos libros. Y, es menester decirlo, las librerías universitarias no están en posición de satisfacer esta necesidad, algo sólo posible desde la óptica de las instituciones de la cultura libre, sobre todo desde los sellos editoriales y otros medios comprometidos con la alta cultura y su preservación. En estas condiciones, resulta casi inevitable evocar en la memoria una frase que escuché hace años sobre Medellín en el programa radial Del cine y la televisión, en el seno de la emisora Radio Bolivariana, a cargo del finado Alberto Aguirre Ceballos: “ese Auschwitz que es Medellín”.
Concluyamos. En su tiempo, casi un siglo atrás, decía con tino José Ortega y Gasset que la universidad es la inteligencia como institución, una definición hermosa que, hoy por hoy, escasamente expresa un deber ser, no una realidad concreta y encarnada. Nada de eso. En la actualidad, cuando un grupo de “universitarios” convoca una reunión, no necesariamente es para conformar un seminario serio para abordar un tema trascendental de nuestro tiempo, lo cual es bastante raro. Esto es justo lo que produce nuestra tierra yerma cual país con investigación, pero sin ciencia: pseudointelectuales y oportunistas que fungen como profesores en universidades y otras instituciones, sin compromiso intelectual estricto alguno con la suerte de las mayorías, a la caza de canonjías de diversa jaez las más de las veces. Es más: como decía Umberto Eco, los intelectuales no resuelven las crisis, sino que, más bien, las crean. En marcado contraste, como lo destacaba nuestro Fernando González Ochoa, es el mundo extrauniversitario el que ha dado lugar a pensadores propiamente dichos. Por tanto, dicho a la manera de Gabriel Zaid, busquemos la alta cultura en las instituciones de la cultura libre, fuera de la linde universitaria, pues, encerrada por ésta, sólo hallaremos capitalistas imaginarios, o sea, profesores que, gracias a su índole de intelectuales en crisis, elogian las bondades del capitalismo neoliberal para la reorganización universitaria, aunque carezcan de capital para llevar a cabo sus quimeras universitarias. Esto es lo que ha tornado a nuestras flamantes universidades en entes esquizoides, en repúblicas académicas bananeras sin bananos, en las que no se piensa, sino que se publica y se publica ad nauseam.
*Profesor Asociado, Universidad Nacional de Colombia