No todo lo malo que nos sucede es producto de la corrupción y el narcotráfico. De pronto, lo que no funciona es lo que los entendidos llaman el diseño institucional. Si las instituciones que regulan el ejercicio de la política y la administración de justicia fueran mejores, los corruptos y los delincuentes tendrían menos oportunidades de éxito.
Ese diagnóstico se ha hecho muchas veces a lo largo de los años y cada gobierno emprende su campaña para sacar adelante sus propuestas para reformar la política y la justicia, sin lograrlo. En el caso más exitoso, el de la Constituyente de 1991, se avanzó en la creación de nuevas instituciones y en la ampliación de las oportunidades de participación política. No todo lo que allí se estableció fue provechoso y durante los últimos 27 años se han añadido y quitado cosas, algunas para peor, todas para afianzar el poder de las Cortes y el Congreso.
El hecho escueto es que el balance de la operación del mundo político y de la administración de justicia es para sentarse a llorar, y es claro que mientras sea a las propias instituciones a las que se les pide reformarse, el asunto no va a mejorar. Pruebas recientes al canto: el lánguido resultado parlamentario de las iniciativas del nuevo gobierno en ambos campos. Injusto de alguna manera atribuirle a la inexperiencia gubernamental ese fracaso, aunque un proceso tan complejo debió haber surtido un camino previo de consultas, habida cuenta de que el gobierno no tiene ni ha buscado tener mayorías parlamentarias. Pero si las hubiera tenido es muy probable que el resultado hubiera sido el mismo.
Se atribute a Einstein, a Mark Twain y a Benjamin Franklin una frase que se le debió ocurrir a cualquier observador cuidadoso: “no se pueden obtener resultados diferentes haciendo lo mismo”. En este caso lo mismo es proponer reformas a la política y a la justicia consultando a los políticos y a los magistrados. Y lo diferente que ya ha funcionado antes es convocar una Asamblea Constituyente.
Una nueva Constitución Política
que haga los ajustes a la administración de justicia y el ejercicio de la política,
sería un legado que le permitiría a Duque pasar a la historia
El presidente Duque durante su campaña se mostró opuesto a la idea sobre un argumento muy válido: el trámite legal de convocatoria, elección y trabajo de una asamblea Constituyente se llevaría la mayor parte de su gobierno y sus frutos los vería el siguiente gobierno. Como van las cosas, el argumento contrario adquiere la mayor importancia: una nueva Constitución Política que haga los grandes ajustes que requiere la administración de justicia y el ejercicio de la política, para sólo mencionar dos puntos críticos, sería un legado que le permitiría pasar a la historia. Para muestra un botón: Cesar Gaviria, quien llegó a la presidencia muy joven, como resultado de una circunstancia tan dolorosa como el asesinato de Luis Carlos Galán, es recordado por haber propiciado durante su gobierno una Asamblea Nacional Constituyente, contra las mismas normas vigentes y corriendo un inmenso riesgo político.
En retrospectiva, de la Constitución de 1991 salieron instituciones que fortalecieron la democracia: La acción de tutela, la Defensoría del Pueblo, la Corte Constitucional, la participación política de la guerrilla desmovilizada, los mecanismos de participación, incluyendo la Asamblea Constituyente. No se necesita saber leer el Tarot ni la Carta Astral para concluir que algo por el estilo se hace necesario de nuevo, con la ventaja de que se cuenta con las normas para hacerlo dentro de un procedimiento garantista que toma un tiempo que es breve comparado con los fines de largo plazo que se lograrían.
No es fácil. El Artículo 376 de la Constitución reza: “Mediante ley aprobada por mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso podrá disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca una Asamblea Constituyente con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine. Se entenderá que el pueblo convoca la Asamblea, si así lo aprueba, cuando menos, una tercera parte de los integrantes del censo electoral. La Asamblea deberá ser elegida por el voto directo de los ciudadanos, en acto electoral que no podrá coincidir con otro. A partir de la elección quedará en suspenso la facultad ordinaria del Congreso para reformar la Constitución durante el término señalado para que la Asamblea cumpla sus funciones. La Asamblea adoptará su propio reglamento”
Es decir, toca poner de acuerdo al Congreso para que por la mayoría de sus miembros haga la convocatoria, limitada o amplia, lo que se acuerde, la cual debe ser aprobada por más de 12 millones de votantes, para luego proceder a la elección de la Asamblea. Esa debería ser la sustancia del Pacto por Colombia que propone el presidente Duque. Si su propósito central es el de un país más equitativo, qué mejor manera de lograrlo que una justicia y una política que funcione al servicio de la equidad.
Colombia no está políticamente polarizada. Si lo estuviera el partido ganador en las elecciones presidenciales hubiera tenido la capacidad de imponer su agenda en la legislación. Por fortuna no ha sido así. Hay partidos y grupos políticos de todas las tendencias y colores, repartidos más o menos en partes iguales, donde ninguno puede sacar adelante una agenda realmente transformadora. Lo que si pueden hacer es llevar a sus representantes más calificados a una Asamblea Constituyente para que acuerden el nuevo diseño institucional. Ideas, muchas. Las mejores, aquellas que sean mayoritariamente acordadas. Así que hoy un Pacto por Colombia con futuro debería ser un Pacto Constituyente.