Si bien las centrales obreras convocaron el paro nacional, producto de la insensible reforma tributaria de un gobierno que avanza cual submarino sin luces, fueron los jóvenes, ignorados y “piltrafas” de una sociedad acostumbrada a moverse sobre la miseria (hasta ahora desconocida por muchos), quienes decidieron fijar el verdadero rumbo de lo que ahora si podemos llamar: la gran protesta nacional.
Diferentes sectores han manifestado la necesidad de poner fin a uno de los fenómenos sociales más enérgicos, ambiguos e inclasificables de nuestra historia. Algunos, con su dominio fácil de la palabra, alegan que el objetivo ya se alcanzó. Otros, con la galantería propia de sus posiciones, que es momento de levantar todo y recuperar la paz y tranquilidad arrebatadas. Los menos afables, con retóricas y costumbres de nuestra gloriosa prole de narcos, amenazan con tiros y ráfagas de metralla.
Parecen olvidar que las raíces del conflicto son tan antiguas como el más viejo de los colombianos y tan costosa como las doce reformas tributarias de los últimos veinticuatro años. A la pobreza hace falta sumar el olvido y abandono, la corrupción y angustiante ausencia de condiciones para el futuro. Por eso quienes llaman a la calma desde el sillón amoblado de sus estudios olvidan que la protesta rebasó con creces el clamor inicial, que los líderes no eran los convocantes, ni la coalición que en principio propuso marchas virtuales y menos quienes aprovechando el clamor popular se han ido turnando para compartir la vocería.
Muchos de quienes enfrentan las fuerzas del estado con palos y piedras pelean por necesidades más urgentes que revocatorias de reformas que poco y nada corresponden a sus realidades. El hambre, el deseo de estudiar y de ser tenidos en cuenta por gobernantes que voltean a verlos cada cuatro años los llevó a tomarse calles, establecer un nuevo orden, sin líderes ni estructuras claras, apoyados eso sí, por quienes como ellos han perdido, sufrido y luchado todo: las comunidades indígenas. Solidaridad que parece ofender a mandatarios, clases acomodadas y a quienes monopolizan los principales medios de comunicación, alegando que vagos, indios y malhechores vandalizan el país para conseguir “todo regalado”, mientras ostentan riquezas dudosas o fortunas heredadas.
Lo curioso es que representantes de dichos sectores no alcancen a comprender por qué, ante el silencio, brutalidad policial y amenazas constantes, estos jóvenes sin nada más que la vida y un pedazo de lata apretado contra sus cuerpos continúan defendiendo el territorio conquistado.