A las 5:30 a.m., en un madrugón de los sábados del Gran San, Claudia, la de los tintos, como la conocen de años en su puesto ambulante sobre la carrera décima con calle once, del populoso sector de San Victorino, acompaña con su voz la letra Aventurero, del ídolo de la canción popular Yeison Jiménez, que despacha el parlante a todo volumen instalado en lo alto de su ventorrillo, entre manojos frescos de albahaca, yerbabuena, toronjil y limonaria.
Yo soy un vagabundo / que anda por el mundo / derrochando amor / Yo soy un mujeriego / pobre y muy sincero / con el corazón…
La mujer, vigorosa y atractiva, corea el estribillo con pasión, entrecerrando sus ojos melosos mientras atiende su clientela del comercio y del rebusque, la de adentro y la de afuera del complejo comercial que acuña alrededor de 600 locales, en este helado despertar sabatino de marzo.
— ¿La quiere sola o con miel?— pregunta Claudia a un hombre que con pupilas de trasnocho le ha pedido entre balbuceos una infusión de aromáticas.
—Sola, sin nada— dice el supuesto beodo, como interpretando su propia suerte, al tiempo que extrae de uno de sus bolsillos un par de billetes arrugados.
—¿Me permite tomarle una foto?— le interpelo a la vendedora.
— No, señor, ¿para qué es?— ella responde en seco, como un frenazo.
Dice que no le gusta que le tomen fotos, menos en la calle, “y con estas fachas, qué tal”. Le explico que es para ilustrar mi crónica de la visita del doctor Antonio Navarro Wolff a estas dependencias, y en el curso de estos trámites infructuosos observo que el precandidato del partido Alianza Verde a la alcaldía de Bogotá, en punto de las seis de la mañana, como lo había programado, desciende de una camioneta gris cuatro puertas.
Lo acompaña su equipo de trabajo: un señor en muletas y camiseta roja, que es el coordinador de la visita; otro de cachucha, que orienta el recorrido; un serio y cauteloso guardaespaldas; Yanneth Palomo, líder social del barrio Las Cruces, candidata a edil por la localidad de Santa Fe; y Gabriela Martínez, joven estudiante de comunicación social y periodismo, que se ha agregado en voluntad como fotógrafa de la campaña.
Como si se tratara de una garrocha a media altura, Navarro, 1.85 m, 70 años, único sobreviviente de la cúpula del M-19, ingeniero sanitario, experto en recursos hídricos, mejor alcalde de Pasto, mejor gobernador de Nariño, administrador público, catedrático, excongresista, avanza a pasos desmesurados con el impulso de la prótesis de manufactura alemana que hace treinta años reemplazó su pierna izquierda, producto del atentado que sufrió en 1985 en Cali, cuando una granada le explotó en el pie, y las esquirlas le afectaron el habla, aunque él, con su fino humor pastuso reitere que quienes lo conocen dicen que él habla claritico, pero que no se le entiende nada.
Seguramente porque Navarro, por su condición de ingeniero y administrador, es pragmático, diserta en concreto y en términos técnicos, contrario a las peroratas y a la retórica desgastada de los políticos promeseros secundados en sus justas proselitistas de provisiones indigestas de lechona, tamal y aguardiente.
Seguido de su cuadrilla de colaboradores, Navarro ingresa por la puerta grande del Gran San, atiborrada de vendedores y cualquier cantidad de mercancía, ropa para hombres, mujeres y niños, al detal y al por mayor, que en estos madrugones de miércoles y sábado multiplica las ganancias de fabricantes, comerciantes de local, pequeños distribuidores, rebuscadores de calle y compradores a granel ansiosos de las increíbles rebajas en tiempos de economía apercollada.
Navarro lleva bajo el brazo un buen remanente de periódicos donde va consignado su plan de gobierno a la alcaldía, en caso de ganarle en mayo la consulta a su archirrival Claudia López. Y, en cada periódico, un inserto que registra en síntesis su hoja de vida:
Ingeniero Sanitario (Univalle), becario local (Fundación Rockefeller), profesor de ingeniería (Univalle), becario y estudios en Inglaterra (IDRC Canadá), director del plan de estudios de Ingeniería Sanitaria (Univalle); ministro de Salud, candidato presidencial (dos veces), copresidente de la Asamblea Nacional Constituyente, alcalde de Pasto, representante a la Cámara por Bogotá, senador durante dos períodos, gobernador de Nariño, sin descartar su participación en el M-19 como firmante del primer acuerdo de paz contemporáneo en América Latina con Carlos Pizarro.
—Ese no es el Navarro— le pregunta una doña a su compañera que en uno de los pasillos exhibe en cada brazo racimos de estrechos jeans levanta colas.
—Sí, el mismo que canta y baila— replica el precandidato que saluda efusivo a las damas: “Aquí está mi programa de gobierno, porque con Navarro a la cabeza, Bogotá se endereza”.
Uno de los tantos eslóganes de su creatividad, como el de ¿Qué pongo en la encuesta? ¡Que Navarro tiene la respuesta!, porque en estas lides Navarro es el hombre orquesta, así lo ha demostrado: el infatigable bailarín de salsa, el que trabaja hombro a hombro con su equipo repartiendo periódicos, el que se involucra con la muchedumbre, les esculca inquietudes y los pone al tanto de lo que sería Bogotá en su alcaldía a partir de treinta y tres prioridades comprimidas en siete principios: 1. Cero corrupción. 2. Primero la educación. 3. Participación organizada y decisoria. 4. Opción preferencial por los pobres. 5. Desarrollo sostenible. 6. Bogotá segura. 7. Región metropolitana.
—Pero eso dicen todos y vean como nos tienen: con el brazo enyesado, y cada vez pior— interpela un negociante del sector, menudo, cumbambón y con ojillos de murciélago, quien alega no comerle cuento a los políticos, “porque son la peor plaga, los que tienen hundido este país”.
—Estoy de acuerdo con usted —revira Navarro— por eso uno de mis puntos fundamentales es cero corrupción. Eso es lo que no ha permitido que la ciudad avance. Y créame que con ejecuciones inmediatas, y con el respaldo de ustedes, la vamos a sacar adelante.
Navarro avanza sin treguas y por instantes se le pierde a su equipo de trabajo. Gabriela, la fotógrafa, me pide el favor que le comparta vía WhatsApp algunas de las fotos que le vengo tomando desde su llegada, para subir a redes, porque según ella al precandidato no le gusta que lo enfoquen tan cerca, y que además no sacó su cámara porque en los exteriores del Gran San, la zona es caliente.
A las siete de la mañana, las calles adyacentes al Gran San son un hervidero de mercaderes. La vocinglería de buhoneros se hace sentir con la jerga propia de quienes se disputan el peso en un tiempo récord, como si se tratara de un reality.
—A quince mil la camiseta de la selección, a quince mil. Llévelas en todas las tallas.
—A diez mil los leggins, a diez mil. Aproveche mi señora, mídaselo sin compromiso.
—¿Y dónde me lo mido?— indaga una dama de busto voluminoso y de caderas rotundas.
—Aquí mismo, mi señora, ya le paso el vestier.
El vestier, en plena calle, y a la luz metálica de esta gélida mañana, es un talego grande y ancho de tela, con cierres flexibles en cuello y tobillos, donde la cliente se camufla para despojarse de su minifalda y de una medias brillantes de neón para probarse la prenda elástica. El enorme envoltorio da cuenta de los ondulantes movimientos que tiene que ejercer para lograr su cometido.
—Me quedan como muy ajustados— dice la interesada.
—Muestre, a ver, con confianza— reclama el vendedor.
La dama se despoja de abajo hacia arriba del vestidor improvisado, y lo que aparece embutido en la lycra multicolor son unos monumentales nalgatorios, surcados por una llanta de furgón.
—¿Quiere que le traiga una tallita más grande? Una catorce, seguro que le quedará al pelo.
La mujer asiente con una sonrisa nerviosa, y pudorosa se vuelve a chantar el talego de tela ante la mirada escrutadora de un catano que sostiene en sus manos un juego de cauchos para olla express, o pitadora que llaman.
Navarro se infiltra en el gentío, y entre la barahúnda retumba la voz chillona y alarmante de una mujer que promociona bolitas blancas de naftalina para proteger la ropa de la polilla, y veneno en polvo para pulgas y ratas.
Cuando se dispone a repartir sus periódicos entre la desenfrenada muchedumbre, dos hombres que promueven la venta de tres pares de medias por cinco mil pesos, lo abordan para interrogarlo.
—Y entonces qué, don Navarro, ¿usted que va a hacer como alcalde para protegernos a los venteros ambulantes? Mire la perseguidora que nos tiene el desalmado de Peñalosa. ¿Usted sí se va a acordar de nosotros, Navarrito?
—En mi alcaldía, al vendedor ambulante se le dejará trabajar, pero controlado y organizado. Hay que velar por el gremio. Se le respetará su trabajo, siempre y cuando cumpla las normas impuestas.
—Porque vea como nos tiene Peñarosca, pasando aceite. Le monta la perseguidora a quienes nos ganamos el sustento de nuestras familias con honestidad. Pero el bandido, el que roba, ese sí pasa de agache— recalca el de las medias.
—Y de la seguridad, ¡qué!, Navarro. Porque esto ya está inaguantable. A mi muchacho la semana pasada le robaron la bicicleta cuando regresaba del trabajo a la casa. Y con la cicla es que el chino se gana la vida, porque es mensajero— acusa una mujer que le da vueltas a las arepas en un brasero.
—Como alcalde, y como corresponde a un alcalde —interpone Navarro—, asumiré como jefe de policía: un trabajo en conjunto y de alta tecnología por localidades con la ciudadanía, con reserva de fuentes, las veinticuatro horas del día, como lo hice en Pasto. En Bogotá será un trabajo arduo, multiplicando esfuerzos y un plan de contingencia no solo para garantizar seguridad sino limpieza. Hay que poner bonita y segura a Bogotá. Esos son puntos prioritarios en mi agenda.
—¿Me puede regalar unos periódicos pa’llevar pa’l barrio?— demanda la vendedora de arepas.
—Los que quiera. ¿Usted en qué barrio habita?
—En la Victoria, por allá lo que se le ofrezca humildemente…
—La Victoria, localidad San Cristóbal. Salúdeme a la gente, y anímela a que con Navarro a la cabeza, Bogotá se endereza.
Navarro hace un alto en sus dos horas largas de recorrido y acude a sentarse en el sardinel de un negocio de piñatas. Allí se resume el perfil del hombre a su edad septuagenaria, imbatible en todos los frentes de batalla, irreductible en sus principios y en su marcha, curtido de derrotas y tragedias, la más dura para él, la irreparable pérdida de su hijo Gabriel, un joven brillante y con un futuro prometedor, que con apenas diecinueve años decidió poner fin a su existencia en enero de 2015. “Esa es la que me más me ha aplastado. Pero la vida continúa, y hay que seguir adelante”.
Y con ese ímpetu, Navarro reanuda la marcha. De regreso a su camioneta nos topamos con un hombre acuerpado, cejas pobladas y mirada bronca, que arrastra una carreta de reciclaje.
—Navarro, deje algo pa’l pobre— exclama.
—Los pobres serán opción preferencial en mi alcaldía.
—Ya es hora de que nos saquen del barro— insiste el reciclador, que tiene mucho de la contextura, el nervio, el acento y las fachas del actor Enrique Carriazo en el extraordinario rol que interpreta en la telenovela La Gloria de Lucho.
Son las 8:45 de la mañana y el sol se resiste a salir. A medida que nos acercamos al punto de retorno, sobre la carrera décima con calle once, crece el estruendo de las melodías descorazonadas que emergen del parlante del puesto de Claudia, la de los tintos.
— ¿Qué se van a tomar los señores? ¿Unas aromáticas con miel para que se desengarroten?
— ¡Pero no me vayan a tomar fotos!