Han pasado más de dos meses desde que Bogotá acogió las medidas de aislamiento obligatorio para prevenir el contagio del coronavirus entre quienes habitamos la ciudad. La medida de distanciamiento social y prohibición de las aglomeraciones es apenas lógica ante la incertidumbre en que nos deja una pandemia sin precedentes, en donde el cuidado mutuo es la única estrategia posible hasta la fecha.
Las profundas desigualdades socioeconómicas de un país sumido en el neoliberalismo, donde la concentración de la riqueza es absurda y la falta de oportunidades para acceder a los derechos fundamentales resulta increíble, han salido a flote con mayor visibilidad durante el confinamiento. La imposibilidad del 52 % de la población para realizar trabajo remunerado en los últimos meses, además de dejarnos ad portas de una crisis económica global, se introduce en las prácticas más comunes de los hogares cuando el alimento comienza a escasear, se cumple el tope de endeudamiento y los servicios básicos domiciliarios quedan a la deriva ante la falta de pago. Esta es la realidad innegable, dolorosa y urgente de al menos 44.000 hogares en Bogotá que dependen de los ingresos de las ventas informales en las calles de la capital (que hoy son un desierto en el que quienes se atreven a transitar lo hacen con desconfianza profunda sobre los elementos del exterior y evitando cualquier contacto con personas ajenas a su entorno familiar).
La situación de los y las vendedoras informales de Bogotá se hace más álgida con cada día que se suma al calendario de aislamiento. No hay posibilidad de trabajar ahora y no la habrá en un futuro cercano, ya que las medidas en contra de aglomeraciones serán la ley y en consecuencia quedará extinguido el trabajo presencial junto con la adquisición de productos en zonas sin las medidas que garanticen la prevención del contagio.
Ante este nuevo mundo los y las vendedoras informales se constituyen como un grupo de especial vulneración de derechos, por ello las ayudas humanitarias, entrega de mercados, transferencias monetarias y cobertura de servicios básicos domiciliarios no pueden verse como un capricho político, sino que obligan al distrito a identificarles y actuar según la urgencia manifiesta que están afrontando.
Son alarmantes los mensajes pidiendo la intervención inmediata del IPES para que miles de familias no se conviertan en víctimas de la pandemia, que no se afectarán por el contagio del virus sino por el abandono del Estado.
Director, Libardo Asprilla, llegó la hora de salir de sus competencias reglamentarias y priorizar la atención de los seres humanos que le dan forma a las cifras que el IPES debe administrar.