Cuando vayan al Parque Nacional a darse besitos con sus novios no olviden que alguien puede estar mirándolos desde el inframundo. En alguno de esos árboles, un secreto que comparten muy pocos amigos, fueron esparcidas al viento las cenizas de Fernando Molano Vargas, el escritor nacido en el barrio Yomasa al Sur de Bogotá que murió de Sida en 1998, a los 37 años, y que gracias a Seix Barral, al buen ojo de Juan David Correa, a la fidelidad de Pedro Adrián Zuluaga, ha resucitado de su tumba para cautivar en un país de gays enclosetados con una novela tan potente, tan tierna, tan hermosa como Un beso de Dick a una generación que se despegó por un momento de las pantallas de sus I Phone para solazarse con la historia de amor de Felipe y Leonardo.
Para confirmar el triunfo de Molano Vargas sobre la muerte, Seix Barral acaba de publicar una biografía titulada Todas las cosas y ninguna, escrita con sinceridad demoledora el académico Pedro Adrián Zuluaga, quien se despojó de cualquier atisbo de pedantería para darnos este relato descarnado, esta búsqueda por el centro y sur de Bogotá donde Molano Vargas conoció a muchachos en paradas de buses, rumbió con sus pocos buenos amigos, donde leyó por primera vez Oliver Twist y se quedó prendado con una página: cuando le dan un beso de despedida, el último, el que se lleva el jovencito a su tumba. Sólo hay un libro que se pueda parecer a esta biografía: El mensajero, la búsqueda de Fernando Vallejo al fantasma de Barba Jacob por los rincones de México y Guatemala.
El mito va a crecer hasta convertirse en un gigante. Ya estábamos cansados de escuchar historias como la de Antonio Caballero, un niño bien que tuvo todo el tiempo del mundo para leer a Proust, ver todo Kurosawa en 35 milimetros y tomarse toda la ginebra mientras hablaba de la Revolución. Acá vemos a un pelado nacido en un barrio tan popular como Yomasa, hijo de un hombre que se ganaba la vida vendiendo casas, así que se sometió constantemente y desde que era niño a esa experiencia traumática que es trastearse cada cuatro meses. Cuando se ganó en 1990 el premio de la Cámara de Comercio de Medellín por su novela, Un beso de Dick, le preguntaron qué haría con la plata y miren lo que respondió que es muy hermoso, que es muy original, que es muy tierno:
Una parte del premio en efectivo ya tiene destino. Unos tenis y una grabadora donde pueda escuchar cantos gregorianos, jazz, música barroca y clásica y de paso sintonizarse con 88.9 y Radioactiva. La otra es una reserva para poder ir a cine mas seguido. Además de tomarme unas cervezas con mis amigos.
El escritor pobre, una especie rara en Colombia, país de patricios encumbrados con viajes y estudios europeos que, al fracasar como tecnócratas, cubren su bohemia compulsiva con mala literatura. No, este obrero, este mecánico, que construía incluso las mesas desde donde escribía la literatura más provocadora y hermosa de comienzos de la década del 90, no tenía más opción que hacerle caso a sus demonios así no estuviera asegurado con una herencia, con una fortuna que le sirviera de red de contención. Lo de Molano Vargas era vocación pura e irresponsable.
Durante años Un beso de Dick fue considerado un objeto de culto entre sus seguidores, literatura para maricas y enfermos de SIDA. Gracias a la reedición de Seix Barral de marzo del 2019, y a la biografía de Pedro Adrián Zuluaga, la novela empieza a ser consumida masivamente por jóvenes que se encienden de amor con la misma gasolina con la que Cortázar sacaba llamas con su Rayuela hace 50 años. Se rompió la burbuja, las prevenciones y qué hermoso que la novela con la que nos estamos enamorando todos sea sobre dos hombres.