Hace unos días fue elegido el presidente del Concejo de la ciudad de Bucaramanga, Tito Rangel, un conocido aliado del alcalde Jaime Beltrán, con los votos de una feminista, de un hombre gay y de otros aliados del movimiento LGBT local.
Rangel es un político cuyo discurso se sostiene en dos aspectos predecibles (la defensa de la familia y la seguridad) y que ha lanzado comentarios misóginos y homofóbicos para ganar votos y mantenerse vigente electoral y mediáticamente, lo que ha prendido las alarmas en el activismo bumangués, por la relevancia de su nuevo cargo.
¿Cómo puede ser que la única concejala mujer y feminista le haya dado su respaldo? ¿Por qué el primer concejal abiertamente gay ha hecho lo mismo? Dos preguntas indignadas que hacían figuras del movimiento social LGBT de Bucaramanga como Olga Materón.
Sin embargo, si algo ha caracterizado a los políticos colombianos (y a sus partidos) es carecer de principios ideológicos o teóricos fuertes y jugar casi siempre desde el mero interés personal. Por eso, no es muy viable ni estratégico esperar que estas figuras mantengan una línea coherente entre lo que proponen y defienden y lo que terminan apoyando en la práctica.
Lo que queda, entonces, es poner la mirada sobre lo que el activismo y el movimiento social LGBT podrían hacer para contrarrestar y resistir a esta realidad que no va a cambiar en el futuro próximo. Y hacia ese aspecto, que observo fundamental, va mi opinión aquí.
Pienso que es necesario reabrir el debate sobre lo que el activismo bumangués está haciendo, quiere hacer y puede y debe hacer. La ciudad y la región necesitan evolucionar hacia escenarios, momentos y propuestas que estén políticamente presentes más allá de la calle.
Si bien el activismo de base, el de marcha, parque y reunión, es fundamental y tiene que continuar, sus caras más visibles y ya conocidas deben virar hacia construir una agenda que posicione una postura que los políticos locales vean fuerte, estructurada, vigilante y necesaria de acatar. Es decir, el activismo ya no puede esperar más que los políticos de turno respalden sus arengas y debe ser el que ponga, dirija y defienda una apuesta seria, argumentada y retadora.
Esto significa reorganizar objetivos, formular estrategias y atraer a nuevas personas que muchas veces han estado presentes, aunque pasivas ante los movimientos que el activismo ha hecho en la ciudad. Significa pensar la ciudad y pensar lo que lo LGBT supone en sí mismo. Es necesario diversificar las tácticas de acción más allá del asistencialismo o de lo reactivo.
En otras palabras, es clave interrogarse por la economía, por el sistema de salud, por el empleo y el desempleo, por el cambio climático, por las guerras y por cómo todas estas cosas y otras más afectan a la población local y a la comunidad.
Nuevamente: si bien las luchas diarias por evitar la homofobia en las calles y por denunciar injusticias cotidianas son imperativas y van a seguir vivas, estas tienen que ser una arista dentro de un proyecto mucho más grande que también aprenda a conocer el contexto en el que está inserta la propia población LGBT.
¿Por qué tantas personas se niegan o no les importa lo que pase con la política hacia lo LGBT o con el activismo? ¿Por mera pereza u homofobia internalizada? Quizá lo que ocurra es que no haya una propuesta concreta que escuche, posicione y politice sus realidades, sus temores, sus preguntas y sus necesidades, sean estas privilegiadas o como sea que las llamen. En eso la derecha actual sí ha sido muy efectiva.
Así, entonces, y para terminar, considero que la ciudad ya está madura para ir más allá de las charlas y los debates grupales. Que está pidiendo liderazgos técnicos –que no burocráticos–, contundencia política –y no politiquera– y no depender de buenos deseos, porque, al final, la consecuencia primaria entre la comunidad es la indiferencia, no la indignación ni la acción, ante los políticos de siempre que proponen lo de siempre y terminan haciendo lo de siempre.
Calle y grito sí, pero poner la agenda también. La ciudad lo exige ahora más que nunca.