Tengo un amigo que dice que “a los hombres se nos jodió la vida fue cuando se inventaron eso de las mamás. De ahí para adelante, todos nos traumatizamos”.
Puede que tenga razón: las mamás son el peor invento. Solo sirven para traumatizar hijos. Si son muy buenas, los echan a perder por alcahuetas, se vuelven unos inútiles. Si son muy fuertes, o castradoras, los vuelven débiles, sumisos, los mandan por el mundo a buscar más mamás o quién los dirija. Si son muy modernas y siguen con su proyecto propio, se vuelven unas desentendidas, ausentes, desnaturalizadas y “abandónicas”.
Estamos viviendo la evidencia de esto: en Caquetá una mamá que pierde a sus cuatro hijos asesinados y en sus declaraciones defiende con uñas y dientes su posesión sobre una tierra. Otra mamá es detenida como autora intelectual el horrendo crimen.
En Atlántico, una mamá asesina a sus tres hijos y todo porque su propia madre no le creyó cuando le contó que el padre la violaba a ella y más tarde a su hijita.
Una maestra me cuenta que en clase una niña se distrae siempre. Después de mucho preguntarle, castigarla y ¡por fin! darle confianza, le cuenta su vida de horror: el padre la viola muchas mañanas. La madre le sostiene los brazos mientras ella forcejea. Cuando cede, la mamá le prepara desayuno y la manda al colegio. Cuando no cede y a patadas hace bajar al papá, la mamá la manda a estudiar sin desayunar, porque el papá no deja para “el diario”.
Mi amiga Isabel tiene seis hijos de su propio padre. El primero lo tuvo cuando todavía vivían en casa con la mamá, que por estar buscando trabajo en las regiones donde hubiera cosecha, dejó a sus hijos e hijas a expensas del padre, quien creyó normal que la hija mayor reemplazara a la madre en todos los menesteres.
¿Suenan escalofriantes estos relatos de madres desalmadas? Pues entonces es hora de echarle un vistazo a la doble moral y a los patrones diferenciados con los que juzgamos estos casos.
Por un lado, la maternidad, tan exaltada y glorificada en público, a veces es un verdadero calvario en lo privado. Muchas mujeres llegan a ser madres, sometidas por la violencia de sus propios padres, padrastros, hermanos, abuelos y otros familiares. Es la violencia más oculta: el incesto. Las cifras no dan cuenta de una verdad a gritos. En zonas rurales de la zona andina y las costas colombianas que he recorrido, la gente lo dice en voz baja. En un municipio muy pequeño, de aproximadamente 9000 habitantes, hay un internado con 450 cupos para niños y niñas con discapacidades diversas. Siempre están saturados y con más demanda de cupos. Una profesora me dice que obedece a problemas genéticos causados por la cantidad de hijos engendrados entre familiares en primer grado de consanguinidad. También me dice que no hay denuncias, porque allí “eso es normal”.
Y lo más común es que a realidades dolorosas como estas, salgamos con juicios injustos. Por ejemplo, acusando a las mujeres y a las madres de no hacer nada, de permitir, de justificar… realidad a medias, si no se tiene en cuenta el contexto de intimidación, empequeñecimiento y sometimiento total que han tenido las mujeres durante siglos.
Hay hombres que en varios comentarios a estas columnas, me dicen que yo siempre presento a las mujeres como víctimas. Que cualquiera puede decir simplemente que no e irse. No es cierto. En muchas ocasiones, las mujeres víctimas tardan años entre ser conscientes de su situación, decidirse a cambiarla y sentir fuerza y apoyo para actuar en consecuencia. No solo por dependencia económica, que es uno de los grandes factores de perpetuación de las relaciones desventajosas y asimétricas. También por dependencia emocional, por miedo, porque a las mujeres se nos ha socializado para aguantar, para callar, para tolerar, para disculpar. Y para no creer en nosotras mismas y nuestras fuerzas, en nuestras capacidades y talentos. Y todavía peor: para no creer en las otras. Para desconfiar, para ver solo rivales y antagonistas, nunca cómplices y amigas.
El diario de Johana Montoya bien podría ser parte de una tragedia griega o de una película de ficción. Ojalá fuera eso y no el horrible drama de cientos de mujeres y sus maternidades, que luego pasan a ser el suculento platillo de los medios de comunicación masiva, que guardan silencio la mayor parte del tiempo, porque siempre hay noticias y agendas más importantes.
Pero mientras la sociedad no asuma la maternidad como una responsabilidad social, mientras no se apoye a las niñas y mujeres a construir un proyecto de vida propio, sin dependencias ni sometimientos, mientras sigamos culpando de todo a las madres, como chivos expiatorios de todos los males del mundo, mientras no hagamos frente al incesto, la pedofilia desde los profundos y atávicos imaginarios que los sostienen, seguirán estas historias repitiéndose y apareciendo efímeramente en los medios para luego volver al silencio cómplice con el que nos desentendemos de los asuntos engorrosos.
Lo curioso es que mientras se enfocan los reflectores a juzgar a estas madres y sus dolorosas historias, no hay preguntas por las paternidades. Solo se nombran cuando se trata de escandalizarnos porque parejas del mismo sexo quieren adoptar niños y niñas sobrevivientes de terribles experiencias con familias heterosexuales.
El feminismo ha logrado cuestionar la maternidad como un papel histórico obligatorio para darle nuevos matices, como la maternidad por opción y la economía del cuidado que reclama una maternidad social, valorada colectivamente y no una obligación individual que esclaviza. Tenemos tarea paʹ rato.