Desde el avión aterrizando en La Guajira se puede ver un desierto interminable. Desde el desierto se comprueba que así, que no parece haber orillas o límites que lo encierren, e incluso en comparación mirado hacia arriba el cielo luce frágil.
Un grupo de tipos entre cineastas y expertos en acciones contra el hambre que imaginan tiempos mejores, está llegando a esta tierra divina pero humanamente abismal con James Gómez Thompson, un chef de dientes volados y mirada fascinada, una especie de quijote spirish (español e irlandés) que viene de existir montando hornos de cocina tradicional, llenos de actividad cultural, arte, formación para la auto-sostenibilidad y sobrevivencia para miles de refugiados en Líbano; mejor dicho, para gente que no se deja morir ni de guerra, ni de hambre, ni de desesperanza aunque no cese la oscuridad cotidiana que la obliga a ir de un lado a otro entre bombas.
James que ha visto desastres humanitarios, está convencido de hacerlo acá. Se sabe o se comparte la idea de que cerca de tres millones de migrantes venezolanos han pasado al mapa colombiano en busca de algo, en su mayoría en procura de comida porque en Venezuela el régimen la niega a los que no adulan al régimen; y al hacerlo se han insertado y ensanchado el cinturón de pobreza que toca a cerca del 42 % de la población colombiana.
Lo hala su proyecto de cocinas autosostenibles, comunitarias, solidarias para instalar en las paradojas de esta tierra bella, exuberante, que mezcla multitudes de ambos lados de la frontera con rasgos de necesidad común. Lo hala la idea de que donde se da de comer a diez que lo necesitan, puede darse alimento a cien o a mil.
La primera parada es en Maicao, atravesando a lo ancho La Guajira desde Riohacha. Maicao es una venta enorme, percibe uno que hay más talleres y comercios por m2 que en otro lugar de la tierra. Se vende de todo, patos inflables, chancletas para cien pies, cornetas, piezas de ferretería, todo a diez mil, a cien mil. Uno se pregunta si llegarán a existir un día suficientes seres en el universo que compren todo esto, cuántos años tardarían en desocuparse las tiendas que pueblan calles.
El camarógrafo Soler con la dirección de Antonio Von Hildebrand y un diligente equipo de producción, no parece agotarse pese a días de sol impiadoso; está como enviciado con imágenes, incluida la de la bella mezquita musulmana, la más grande en el país, pues allí llegó en otra época una de las mayores migraciones libanesas. Lo único que parece alterarlo en algún momento es la sección de chivos despellejados en el mercado de Maicao, las carnes colgantes de animales recién muertos. Soler dice que se parece a una película. La Profecía, replico. No sé con exactitud si es esa la película, pero sin duda este guardarropa de pedazos es una profecía, la profecía de desórdenes que no se resuelven, la de un mundo colérico que se encontrará todo el grupo de visitantes a pocos kilómetros en Paraguachón, el paso fronterizo con Venezuela.
Paraguachón es un lugar hostil, un límite sin límites, en donde la guardia venezolana se saborea con mirada de ácido corrosivo. Una vez, según cuenta Jack London, hacia los primeros años del siglo XX un sindicalista llegó a Chicago para apreciar las terribles condiciones de vida de los trabajadores. Él había dicho que Chicago era la antesala del infierno. Interrogado luego sobre su recorrido por las fábricas dijo que se había equivocado, que el infierno era apenas la antesala de Chicago. Igual es la frontera de Paraguachón. Del lado venezolano hay un enorme letrero, como una ironía, que dice “Regrese Pronto”.
Se han rodado imágenes de la película que acompañará este proyecto, sin permiso oficial, en ese lugar de nadie, unos 300 m que separan el puesto fronterizo colombiano del venezolano, no hay, desde luego, a quién pedirlo, como no fuera a miles de rostros que deambulan entre motocicletas y gigantescos autos americanos destartalados con mucha gente colgante. Todos venden y compran. Pero no se sabe qué o a quién. Nadie pareciera tener un destino, salvo mirar a otros, incluso a personas con cabezas rapadas ya que en el lugar se compra pelo.
Quién teje el hilo de este caos, de esta Babel atronadora donde famélicos perros, gatos o burros cargando neveras o trozos de cosas, también deambulan y miran fijo, casi suplicando que alguien de una vez apague la agonía.
Cerca de Paraguachón y Maicao en alguna época lo que se llama La Pista fue una pista de aviones. Hoy es un barrio de invasión con más de mil familias migrantes a quienes organizaciones internacionales y colombianas como la oficina de Atención de Riesgos dan ayudas. No parece haber plan retorno, y ya ningún avión aterrizará en ese gran nido de cambuches y casas improvisadas donde algunas mujeres líderes imponen orden. Cerca, el campo de ACNUR que albergaba venezolanos migrantes fue desocupado, al parecer y quién sabe por qué, por acuerdo de los gobiernos de ambos países.
El recorrido de días siguientes llega a Uribia. En la carretera paralela al ferrocarril del Cerrejón miles de cactus lucen disfrazados de plástico. No es por los carnavales de estos días en el Caribe, es por una contaminación de años que teje un inmenso jardín envenenado de material que no se degrada, pero degrada.
Luego a Manaure, y a la asombrosa Isashimana, en donde una comunidad wayú de rancherías con liderazgo poderoso de Rita tiene una iniciativa palpable de escuelas, provisión de agua y actividades de vida en esa tierra roja desértica llena de fatas morganas y fuerza ancestral.
Aquí, en Isashimana y en otros lugares de La Guajira guapa y paradójica habitará el proyecto alimentario y artístico de James y de la comunidad. La búsqueda de cambios en un pedacito del universo en tiempos de caos
Fotos: Gonzalo Castellanos