Un giro hacia la decencia

Un giro hacia la decencia

"Es necesario hacer un alto para repensarnos como país, para construir alternativas que hagan posible el surgimiento y desarrollo de un sistema de gobierno viable"

Por: Maureén Maya
junio 21, 2019
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Un giro hacia la decencia
Foto: Pixabay

Cuando un pueblo sin esperanza elige, una vez tras otra, a sus propios verdugos para legislar y gobernar es porque el país ha permitido que el cáncer de la corrupción y el desamor lo contaminen, porque ha perdido arraigo y tolera como cosa natural la existencia de un estado tóxico, violento, desigual y sin visión de futuro ni de país.

La muestra más fehaciente es lo que acaba de suceder en el Congreso de la República, donde los llamados a representar los intereses del pueblo, terminaron por hundir tres importantes proyectos de ley que afectan tanto la calidad de vida de las personas como la democracia misma.

Con el hundimiento del proyecto que pedía abolir la casa por cárcel para los servidores y exservidores públicos condenados por delitos de corrupción —petición que también fue incluida en la exitosa y fallida consulta anticorrupción de agosto de 2018— los congresistas dieron luz verde a la corrupción, la misma que les permitió a varios de ellos llegar al parlamento para ocupar una curul y legislar a favor de sus intereses personales. Pero no fue solo eso, también hundieron el proyecto de ley estatutaria que obligaba a congresistas, concejales y diputados a rendir cuentas sobre sus gastos y gestiones dentro de la función pública, y otro que buscaba regular las 'comidas chatarras' y garantizar el derecho a la salud pública. Con estas decisiones, el país perdió; perdió una batalla contra la corrupción.

Es lamentable, y no suena nada bien ni se ve muy democrático que los congresistas sean  jueces y parte en temas de enorme calado nacional; que ellos mismos decidan si se castigan duramente por corruptos o se tratan con suavidad y evaden la justicia, si se recortan sus onerosos salarios o se los incrementan en contravía de un salario mínimo que no garantiza ni siquiera una básica subsistencia; si le aseguran el derecho al consumidor de acceder a la información nutricional en el etiquetado de ciertos productos o siguen protegiendo los intereses de las empresas que financian sus campañas electorales, si se obligan a actuar con transparencia o se empeñan en desconocer su deber de rendir cuentas a la ciudadanía.

Sin embargo, el tema es más profundo de lo que parece; no se trata de “manzanas podridas” al interior de las tres ramas del poder público, de congresistas ignorantes con mentalidad de traquetos —muchos de ellos sin estudios básicos—, ni es simple falta de voluntad política, conflictos de intereses o que sea más importante un partido de fútbol que cumplir con su deber y legislar a favor de la nación, como en efecto lo fue. No. Se trata es del sistema mismo, de una matriz histórica que hace que nuestra democracia —cada vez más parecida a una plutocracia con ribetes de oclocracia— esté mal gestada, mal concebida y mal administrada.

Es el modelo imperante el que imposibilita que las minorías decentes que llegan a las corporaciones públicas con la firme intención de servir, de realizar el postergado Estado social de derecho que propone la Constitución, y defender los intereses populares logren tener una incidencia real y contundente en temas que definen el rumbo del país. No pueden aunque quieran porque deben hacer lobby, suscribir pactos, sellar alianzas, cooptar voluntades, intercambiar favores, vender promesas y seducir a la gran prensa para que nuestros demás representantes encuentren rentable dar su apoyo a un proyecto que beneficie al común de la sociedad, en especial a los sectores más vulnerables.

Es el sistema el que debe madurar hasta encontrar un estadio superior que permita su sana germinación. Colombia no puede seguir creyendo que es posible sostener una democracia formal en medio de una escandalosa y lacerante injusticia social, que es posible legislar en medio de un mar de corrupción, que es posible exigir responsabilidad electoral a un pueblo ignaro cuyas principales libertades no están garantizadas en la práctica real como tampoco el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales. Ni siquiera es posible soñar paz cuando la violenta realidad nos golpea día a día, cuando se asesina en impunidad, se violan niños, se acaba con al patrimonio ambiental, se impone el lenguaje del odio y la cobardía. Cuando ser colombiano, como decía Borges, es un acto de fe, de desesperada fe.

Es necesario hacer un alto para repensarnos como país, para construir alternativas que hagan posible el surgimiento y desarrollo de un sistema de gobierno viable, que profundice la democracia, permita alcanzar el estado de bienestar que todos anhelamos no para unos cuantos sino para toda la sociedad; y que haga posible crear un modelo que corresponda a la realidad humana nacional, no a su ideal.

Es tiempo de que los silenciados y los marginados, los sabios, los filósofos y los académicos se pronuncien, nos guíen y respondan con eficacia a los desafíos que no pudieron ser resueltos durante 200 años de hegemonía bipartidista. Es tiempo de dar un giro —y de darlo en las próximas elecciones— no hacia la izquierda, no hacia la derecha, sino hacia la decencia.

 

 

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